sábado, 31 de marzo de 2012

LA ESPAÑA DE LOS REYES CATÓLICOS. TORQUEMADA

Uno de los personajes más siniestros de la historia de España es fray Tomás de Torquemada que fue el Inquisidor General de Castilla y Aragón en el siglo XV y confesor de la reina Isabel la Católica.

 El nombre de Torquemada, como parte de la leyenda negra de la Inquisición española, se ha convertido en un apodo para la crueldad y el fanatismo al servicio de la religión. Los «herejes» (cualquier persona que no comulgara con las ideas católicas) y los conversos (que se convertían en católicos para evitar la persecución) fueron sus principales objetivos, pero todo aquel que osara hablar en contra de la Inquisición era considerado sospechoso.

Como en anteriores lecturas, podéis obtener más información en los enlaces que os dejo.

Este relato está tomado de una de las mejores novelas históricas de la España de los Reyes Católicos, espero que os guste.
                                          
                  Tomás de Torquemada, Primer Gran Inquisidor de España


 Adaptación de “Torquemada: el alma de un siglo”, de Siegfried Obermeier (Planeta, 2006)


Valencia, junio de 1492

Todos los judíos de Castilla y Aragón escucharon los reiterados

anuncios de los heraldos reales en las plazas del mercado,

acompañados por el redoble de los tambores: quien todavía no

hubiera salido del país el 31 de julio, estaba condenado a

muerte, a no ser que se hubiera bautizado. Muchas antiguas

familias judías no pudieron creérselo y pensaron que se trataba

de una ingeniosa maniobra de los reyes. Pero más tarde

descubrieron que no se trataba de un ardid, sino que la cosa iba

a vida o muerte, y muchos de aquellos que esperaron

demasiado vieron aterrorizados que sus vecinos cristianos, con

los que sus padres y abuelos habían vivido siempre en paz,

apreciaban de repente el lado positivo de la situación y se

aprovechaban desvergonzadamente. Casas, tierras, viñedos y

huertos se vendieron por unos pocos ducados, ducados que los

capitanes en los puertos estaban esperando ya con la mano

tendida. Más de la mitad de los judíos españoles eligieron la vía

marítima para emigrar a Italia o Flandes, África, Siria o

Palestina. El sultán turco Bajacid intentó incluso atraer al mayor

número posible de esos emigrantes a su país y manifestó

públicamente:

-¿Decís que Fernando es un rey inteligente? Ha hecho pobre a

su país y rico al nuestro. Aquellos judíos que no estaban

dispuestos a salir de la península fueron a Portugal, donde era

preciso pagar ocho ducados por cabeza para poder entrar,

aunque la estancia estaba limitada a ocho meses. No era más

que un aplazamiento, pero las majestades españolas no

ahorraron reproches al rey Juan, su "querido primo". Éste

disfrutaba de la cálida lluvia de ducados y hacía oídos sordos.

En él sobrevivía el espíritu de Enrique el Navegante y

necesitaba el dinero para nuevas expediciones a África.

Pero las cuentas de Fernando e Isabel también parecía que

salían redondas. Un auténtico río de oro entró en sus arcas,

pues había numerosas posibilidades de quitarles el dinero a los

judíos durante su emigración, como por ejemplo mediante

elevadas cuotas fijas por impuestos no satisfechos, las

confiscaciones de bienes o de dinero, oro y joyas.

Desesperados, los judíos intentaban tragarse las monedas de

oro o las escondían en los lugares más íntimos de su cuerpo

para no ser mendigos en su nueva patria. El tesorero Luis de

Santángel y su mano derecha, David Marco, trabajaron con dos

docenas de ayudantes en el cómputo y registro de esas

fortunas. David era capaz de trabajar de dieciocho a veinte

horas sin descanso y comer sólo un trozo de pan. Cuando su

cuerpo ya no podía más, sentía un velo gris cubriéndole los ojos

y entonces bostezaba furtivamente. Pero al cabo de cuatro o

cinco horas de sueño, aparecía de nuevo alegre y descansado

en el despacho.

Al final de la larga jornada, cuando los ayudantes ya se habían

ido a dormir, Santángel le preguntó a su secretario:

-Qué, ¿y ahora qué? ¿Crees que Nuestras Majestades son ya

los monarcas más ricos de Europa?

David parpadeó y reprimió un bostezo.

-Aún no hemos terminado los cálculos. Ya han entrado unos

tres millones de maravedíes; a finales de año serán unos siete u

ocho millones en total. ¡Dinero en efectivo! Luego hay que

añadirle lo mismo en concepto de valores inmobiliarios y

terrenos.

Santángel miró a su hombre de confianza con curiosidad.

-¿No te afecta todo el sufrimiento y la pobreza que se esconde

detrás de esas sumas?

David levantó la mirada y sus ojos estaban ocultos tras un velo

gris de cansancio y extenuación.

-La responsabilidad es de otros- murmuró.

-¿No apruebas la orden de expulsión?

David meneó la cabeza sin decir nada. Santángel se sentó.

-Otros consideran que fue una medida acertada, y las arcas

rebosantes del Estado les dan la razón. Voy a hablar conmigo

mismo, David, y no espero que me respondas. Se me ocurre

una metáfora. Imagínate un campesino que ha sembrado trigo

en su campo pero que no espera hasta que maduren los frutos,

sino que corta los tallos aún verdes para darlos de comer a sus

vacas. Éstas engordan, dan mucha leche y cuando llega el

tiempo de la cosecha del trigo las mata una tras otra, come

carne cada día y cambia la carne por pan. Poco después ya no

queda nada en los establos y en las tierras; el campesino vende

sus tierras y se ve obligado a mendigar, porque sólo ha pensado

en el hoy y no en el mañana. Nuestros reyes se comportan así.

Les interesa reunir mucho dinero rápidamente y olvidan por

completo que nuestros judíos han alimentado una buena parte

del comercio y de la economía, sin hablar de su importancia en

el campo de las ciencias. Dentro de tres años, a lo sumo,

veremos los efectos de esta decisión y entonces se iniciará una

decadencia que no quiero imaginar. ¿Quién puede reemplazar

unas valiosas relaciones con el extranjero como las que sólo

podían mantener los comerciantes judíos con otros en Flandes,

Alemania e Italia e incluso en el imperio otomano? Nuestros

hidalgos son demasiado orgullosos y vagos como para

ensuciarse las manos con dinero. ¿Quién ha administrado hasta

la fecha las cajas de nuestros Grandes? ¡Judíos y conversos!

Ahora ya no hay judíos y Torquemada persigue a los conversos

con un celo cada vez mayor. ¿Sabes que parte de ellos han

vuelto a la fe de sus antepasados y que han emigrado? Es

preciso que los dos tengamos mucho cuidado...

Roma, enero de 1493

-Cuando pienso que pasan cuatro o cinco semanas

amontonados como ovejas en un barco, rodeados de océano,

sólo agua, agua, olas...

A David le sacudió un escalofrío y Jacob se rió.

-Sí, hermano, a los Marco nunca nos ha gustado la navegación.

Pero los acontecimientos políticos nos han obligado, a nosotros

y a muchos judíos más; mejor dicho, tu tres veces maldita reina

a la que dios castigará según nuestras Sagradas Escrituras, ojo

por ojo, diente por diente, ha causado tanto sufrimiento y miseria

y es responsable de tanta muerte e injusticia que serían

precisas diez vidas para poder redimirse de sus pecados.

Como súbdito fiel, David tendría que haber respondido con

dureza, y en España probablemente lo habría hecho, pero aquí,

en el círculo de la familia, una familia afectada... buscó las

palabras más indicadas.

-Desde el punto de vista de un judío, posiblemente sea cierto lo

que estás diciendo, pero la reina lo ve desde otro punto de vista.

A causa de los judíos ha habido revueltas en muchas ciudades.

-¡Alimentadas por el clero, fomentadas por la Inquisición,

toleradas por los reyes! ¡Ya basta! De todos modos, ya has visto

que las cosas son diferentes en Roma. Recuérdalo bien para

que veas la diferencia en España.

-¡Ya la veo, no estoy ciego! - dijo David malhumorado.

Este tema siempre producía discusiones entre los hermanos,

aunque éstas no llegaban a ser nunca peleas serias.

Nueve días después de haber sido recibido por el Papa,

aparecieron dos mensajeros y entregaron un pergamino con un

magnífico sello a fray David Marco, en el que se le nombraba

capellán papal... magnánimamente y sólo en esta ocasión libre

de tasas, se apresuró a indicar uno de los mensajeros. Poco

después, pasó el doctor Salmone a entregar un pedido. David le

habló concierto orgullo de su nombramiento. El médico sonrió

reflexivamente tras su larga barba.

-Así que ahora sois miembro de la familia pontificia, ¡os felicito!

Ahora tendréis entrada libre en el Vaticano, estáis autorizado a

leer una misa a la semana en San Pedro y podréis llevar una

cinta púrpura en vuestros hábitos sacerdotales.

En su primer encuentro con el Papa, éste le entregó varias

cartas para ser entregadas en España, y días después embarcó

en el puerto de Génova con dirección a Barcelona. Portaba una

carta para los Reyes Católicos y otra para fray Tomás de

Torquemada, quien llevaba varias semanas residiendo en el

convento de Santa Cruz de Ávila. Allí le dijeron a David que fray

Tomás estaba en Toledo para presidir un tribunal de la

Inquisición, pues para el día de San Pablo se preparaba un gran

auto de fe.

Toledo, junio 1493

David se dirigió al convento de San Juan de los Reyes para

entregar la carta a Torquemada. Lo llevaron ante el Inquisidor

General. Su rostro estrecho de rasgos acentuados y sus ojos

hundidos de fanático, que normalmente expresaban tranquilidad

ascética y una confianza inquebrantable en sí mismo, se había

transformado y estaba marcado por la desconfianza y la

inquietud.

- ¿Una carta del Papa?

Cogió la carta con la punta de los dedos y se la tendió a su

secretario, mientras miraba a David con una mezcla de

desconfianza e interés.

-Os conozco, fray David Marco, sois el secretario de Luis de

Santángel. Un hombre malvado, ¡muy malvado! ¿A cuántos de

ellos habré enviado a la hoguera? ¿Doce? ¿Catorce? Pero

vuestro patrono es el protegido del rey Fernando... por ahora.

Pero un día él también... Pues bien, fray David, vos también sois

judío, ¿o me equivoco?

-Sí, judío de nacimiento y cristiano de convicción. La limpieza,

señoría, es una sueño imposible de realizar, pues apenas hay

españoles sin antepasados judíos o moros... como vos mismo.

No quería decirlo, pero algo en su interior le empujó a hacerlo.

Torquemada hizo un gesto con la mano.

-¡Viejas historias! Nos interesan aquellos judíos que se hicieron

bautizar para quedarse aquí, disfrutar de todas las ventajas de

los cristianos y seguir con su fe anterior. Cuando el cabello aún

no se ha secado tras el bautizo, ya siguen celebrando sus

malditas fiestas, comen pan Ácimo, evitan la carne de cerdo y

hacen como si nada hubiera ocurrido. Pasado mañana los

veréis arder, fray Marco, en la Plaza Mayor, a los ojos de Dios;

quemarán veintiocho pecadores, entre ellos siete mujeres.

¡Arderán, arderán, arderán! ¡Tal como está escrito! Habrá júbilo

en el cielo y en este mundo y Dios... ¿qué? ¿Qué quieres?

El secretario se inclinó profundamente.

-La carta, señoría, el breve de su Santidad... es auténtico.

-¿Auténtico? Pues veamos qué dice.

El pesado sello con las llaves de San Pedro quedó colgando

cuando Torquemada se acercó a la ventana. Allí se quedó largo

rato, se volvió lentamente, fue al sillón y se sentó. En su rostro

había aparecido una profunda satisfacción y el esbozo de una

sonrisa satisfecha.

-Puesto que lo sabrá toda España quiero que seáis el primero

en conocer la noticia: Su Santidad, el papa Alejandro VI, se ha

dignado a lanzar sobre mí la excomunión. ¡Tomás de

Torquemada ha sido excomulgado! Es la justa paga a un

cristiano que cumple con su deber, ¿no es cierto? Vos, fray

Marco, podéis informar en seguida a los Reyes Católicos de esa

novedad: ¡Tomás de Torquemada ha sido excomulgado! Id con

Dios y decidle a vuestro patrono que espero volver a verlo

pronto, ¡pero no en la corte ni en su palacio de Valencia! Por

cierto... ¿no queréis quedaros hasta el día de San Pablo y ver

arder a los herejes? Podría reservaros un lugar de honor.

-No, Señoría, me esperan en Barcelona.

Una horrenda sonrisa recorrió su demacrado rostro de asceta,

una sonrisa, se imaginó David, como la que esbozaría el diablo

al cobrarse otra alma.

-Quizá también sigáis siendo judío en secreto, fray Marco. ¿Qué

mejor manera de ocultarlo que bajo los hábitos sacerdotales?

David salió en silencio, deseando que el Papa hubiera destituido

a este terrible fanático y desterrado a un convento alejado del

mundo.

Mientras salía por el oeste de la ciudad montado en su mulo vio

a ciudadanos corriendo cargados de leña hacia la Plaza Mayor.

La Inquisición prometía la recompensa celestial a cualquiera

que colaborara libre y activamente en los autos de fe y, de este

modo, hombres acostumbrados a ser servidos cargaban con los

rostros encendidos pesadas cargas de leña para levantar la

hoguera. Para quemar a veintiocho personas se requería un

brasero de dimensiones gigantescas.

David se propuso tomarse en serio la abierta amenaza de

Torquemada sobre él y su patrono, pues le veía capaz de llamar

a media España ante el tribunal de la Inquisición.

Matarlo sería un acto en defensa propia. David no estaba en

contra de la Inquisición, pero le aterrorizaba cualquier tipo de

fanatismo; además, se sentía amenazado personalmente.

Tomás de Torquemada pidió a su secretario que saliera. Sus

dedos huesudos jugaron con la cruz de madera en su pecho, la

apretaron y la estrujaron como si quisieran sacarle una

confesión.

“Sé que seguirás mudo”, pensó, “y quien quiera escucharte se

verá forzado a abrirte el corazón y cerrar los oídos”. Cayó de

rodillas y fijó su mirada en el crucifijo de la pared.

-Tu representante en la tierra ha lanzado sobre mí la

excomunión y le debo obediencia. Pero no estoy seguro de que

no hayas sentado al Anticristo en la silla de Pedro para

ponernos a prueba a todos. Es posible que el Papa haya

comprado su cargo, dicen que es incapaz de leer una misa

correctamente, dicen que ha convertido el Vaticano en un

prostíbulo. ¿Es posible que semejante persona sea tu

representante, oh, Señor?

También la cruz de la pared siguió muda, a pesar de que

Torquemada le abriera su corazón. Pero él mismo respondió: si

semejante Papa te excomulga puedes considerarlo un cumplido

y reflexionó cuidadosamente quién podría haberlo acusado ante

el Papa. ¿El Rey? No, jamás lo habría hecho sin consultar a

Isabel. ¿El Cardenal Mendoza? Era demasiado inteligente y no

se comprometería; además habría elegido otros métodos para

intrigar. Otros nombres pasaron por su cabeza, pero los excluyó

todos a excepción de uno: Luis de Santángel, el tesorero de los

Reyes. Sólo podía haber sido él, sólo él era capaz de algo así,

pues tenía razones sobradas.

-¡El que ha sido judío siempre seguirá siendo judío!

Torquemada murmuró estas palabras lleno de odio mientras

miraba la cruz de la pared.

-¡El que ha sido judío siempre seguirá siendo judío!

Esta vez Cristo le habló: “¡Olvidas, hijo mío, que yo también nací

y morí siendo judío!”, pero Torquemada no lo oyó, pues su

corazón había vuelto a cerrarse y deseaba vengarse. Llamó a

un joven dominico que le admiraba y adoraba como a un santo e

intentaba seguir su imagen en todo.

-Es preciso averiguar dónde y cómo podemos apoderarnos de

este Santángel. Ve a Valencia, habla con la gente, no ahorres

dinero ni buenas palabras ni, si hiciera falta, las amenazas. Es

imposible que un hombre como él no tenga enemigos, personas

que le deban dinero, que le odien y teman. ¡Necesitamos

testigos! ¡Testigos!

Con la mirada brillante, el joven monje miró a su señor y

maestro.

-¡Yo los encontraré!


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