Uno de los personajes más siniestros de la historia de España es fray Tomás de Torquemada que fue el Inquisidor General de Castilla y Aragón en el siglo XV y confesor de la reina Isabel la Católica.
El nombre de Torquemada, como parte de la leyenda negra de la Inquisición española, se ha convertido en un apodo para la crueldad y el fanatismo al servicio de la religión. Los «herejes» (cualquier persona que no comulgara con las ideas católicas) y los conversos (que se convertían en católicos para evitar la persecución) fueron sus principales objetivos, pero todo aquel que osara hablar en contra de la Inquisición era considerado sospechoso.
Como en anteriores lecturas, podéis obtener más información en los enlaces que os dejo.
Este relato está tomado de una de las mejores novelas históricas de la España de los Reyes Católicos, espero que os guste.
Todos los judíos de Castilla y Aragón escucharon los reiterados
anuncios de los heraldos reales en las plazas del mercado,
acompañados por el redoble de los tambores: quien todavía no
hubiera salido del país el 31 de julio, estaba condenado a
muerte, a no ser que se hubiera bautizado. Muchas antiguas
familias judías no pudieron creérselo y pensaron que se trataba
de una ingeniosa maniobra de los reyes. Pero más tarde
descubrieron que no se trataba de un ardid, sino que la cosa iba
a vida o muerte, y muchos de aquellos que esperaron
demasiado vieron aterrorizados que sus vecinos cristianos, con
los que sus padres y abuelos habían vivido siempre en paz,
apreciaban de repente el lado positivo de la situación y se
aprovechaban desvergonzadamente. Casas, tierras, viñedos y
huertos se vendieron por unos pocos ducados, ducados que los
capitanes en los puertos estaban esperando ya con la mano
tendida. Más de la mitad de los judíos españoles eligieron la vía
marítima para emigrar a Italia o Flandes, África, Siria o
Palestina. El sultán turco Bajacid intentó incluso atraer al mayor
número posible de esos emigrantes a su país y manifestó
públicamente:
-¿Decís que Fernando es un rey inteligente? Ha hecho pobre a
su país y rico al nuestro. Aquellos judíos que no estaban
dispuestos a salir de la península fueron a Portugal, donde era
preciso pagar ocho ducados por cabeza para poder entrar,
aunque la estancia estaba limitada a ocho meses. No era más
que un aplazamiento, pero las majestades españolas no
ahorraron reproches al rey Juan, su "querido primo". Éste
disfrutaba de la cálida lluvia de ducados y hacía oídos sordos.
En él sobrevivía el espíritu de Enrique el Navegante y
necesitaba el dinero para nuevas expediciones a África.
Pero las cuentas de Fernando e Isabel también parecía que
salían redondas. Un auténtico río de oro entró en sus arcas,
pues había numerosas posibilidades de quitarles el dinero a los
judíos durante su emigración, como por ejemplo mediante
elevadas cuotas fijas por impuestos no satisfechos, las
confiscaciones de bienes o de dinero, oro y joyas.
Desesperados, los judíos intentaban tragarse las monedas de
oro o las escondían en los lugares más íntimos de su cuerpo
para no ser mendigos en su nueva patria. El tesorero Luis de
Santángel y su mano derecha, David Marco, trabajaron con dos
docenas de ayudantes en el cómputo y registro de esas
fortunas. David era capaz de trabajar de dieciocho a veinte
horas sin descanso y comer sólo un trozo de pan. Cuando su
cuerpo ya no podía más, sentía un velo gris cubriéndole los ojos
y entonces bostezaba furtivamente. Pero al cabo de cuatro o
cinco horas de sueño, aparecía de nuevo alegre y descansado
en el despacho.
Al final de la larga jornada, cuando los ayudantes ya se habían
ido a dormir, Santángel le preguntó a su secretario:
-Qué, ¿y ahora qué? ¿Crees que Nuestras Majestades son ya
los monarcas más ricos de Europa?
David parpadeó y reprimió un bostezo.
-Aún no hemos terminado los cálculos. Ya han entrado unos
tres millones de maravedíes; a finales de año serán unos siete u
ocho millones en total. ¡Dinero en efectivo! Luego hay que
añadirle lo mismo en concepto de valores inmobiliarios y
terrenos.
Santángel miró a su hombre de confianza con curiosidad.
-¿No te afecta todo el sufrimiento y la pobreza que se esconde
detrás de esas sumas?
David levantó la mirada y sus ojos estaban ocultos tras un velo
gris de cansancio y extenuación.
-La responsabilidad es de otros- murmuró.
-¿No apruebas la orden de expulsión?
David meneó la cabeza sin decir nada. Santángel se sentó.
-Otros consideran que fue una medida acertada, y las arcas
rebosantes del Estado les dan la razón. Voy a hablar conmigo
mismo, David, y no espero que me respondas. Se me ocurre
una metáfora. Imagínate un campesino que ha sembrado trigo
en su campo pero que no espera hasta que maduren los frutos,
sino que corta los tallos aún verdes para darlos de comer a sus
vacas. Éstas engordan, dan mucha leche y cuando llega el
tiempo de la cosecha del trigo las mata una tras otra, come
carne cada día y cambia la carne por pan. Poco después ya no
queda nada en los establos y en las tierras; el campesino vende
sus tierras y se ve obligado a mendigar, porque sólo ha pensado
en el hoy y no en el mañana. Nuestros reyes se comportan así.
Les interesa reunir mucho dinero rápidamente y olvidan por
completo que nuestros judíos han alimentado una buena parte
del comercio y de la economía, sin hablar de su importancia en
el campo de las ciencias. Dentro de tres años, a lo sumo,
veremos los efectos de esta decisión y entonces se iniciará una
decadencia que no quiero imaginar. ¿Quién puede reemplazar
unas valiosas relaciones con el extranjero como las que sólo
podían mantener los comerciantes judíos con otros en Flandes,
Alemania e Italia e incluso en el imperio otomano? Nuestros
hidalgos son demasiado orgullosos y vagos como para
ensuciarse las manos con dinero. ¿Quién ha administrado hasta
la fecha las cajas de nuestros Grandes? ¡Judíos y conversos!
Ahora ya no hay judíos y Torquemada persigue a los conversos
con un celo cada vez mayor. ¿Sabes que parte de ellos han
vuelto a la fe de sus antepasados y que han emigrado? Es
preciso que los dos tengamos mucho cuidado...
Roma, enero de 1493
-Cuando pienso que pasan cuatro o cinco semanas
amontonados como ovejas en un barco, rodeados de océano,
sólo agua, agua, olas...
A David le sacudió un escalofrío y Jacob se rió.
-Sí, hermano, a los Marco nunca nos ha gustado la navegación.
Pero los acontecimientos políticos nos han obligado, a nosotros
y a muchos judíos más; mejor dicho, tu tres veces maldita reina
a la que dios castigará según nuestras Sagradas Escrituras, ojo
por ojo, diente por diente, ha causado tanto sufrimiento y miseria
y es responsable de tanta muerte e injusticia que serían
precisas diez vidas para poder redimirse de sus pecados.
Como súbdito fiel, David tendría que haber respondido con
dureza, y en España probablemente lo habría hecho, pero aquí,
en el círculo de la familia, una familia afectada... buscó las
palabras más indicadas.
-Desde el punto de vista de un judío, posiblemente sea cierto lo
que estás diciendo, pero la reina lo ve desde otro punto de vista.
A causa de los judíos ha habido revueltas en muchas ciudades.
-¡Alimentadas por el clero, fomentadas por la Inquisición,
toleradas por los reyes! ¡Ya basta! De todos modos, ya has visto
que las cosas son diferentes en Roma. Recuérdalo bien para
que veas la diferencia en España.
-¡Ya la veo, no estoy ciego! - dijo David malhumorado.
Este tema siempre producía discusiones entre los hermanos,
aunque éstas no llegaban a ser nunca peleas serias.
Nueve días después de haber sido recibido por el Papa,
aparecieron dos mensajeros y entregaron un pergamino con un
magnífico sello a fray David Marco, en el que se le nombraba
capellán papal... magnánimamente y sólo en esta ocasión libre
de tasas, se apresuró a indicar uno de los mensajeros. Poco
después, pasó el doctor Salmone a entregar un pedido. David le
habló concierto orgullo de su nombramiento. El médico sonrió
reflexivamente tras su larga barba.
-Así que ahora sois miembro de la familia pontificia, ¡os felicito!
Ahora tendréis entrada libre en el Vaticano, estáis autorizado a
leer una misa a la semana en San Pedro y podréis llevar una
cinta púrpura en vuestros hábitos sacerdotales.
En su primer encuentro con el Papa, éste le entregó varias
cartas para ser entregadas en España, y días después embarcó
en el puerto de Génova con dirección a Barcelona. Portaba una
carta para los Reyes Católicos y otra para fray Tomás de
Torquemada, quien llevaba varias semanas residiendo en el
convento de Santa Cruz de Ávila. Allí le dijeron a David que fray
Tomás estaba en Toledo para presidir un tribunal de la
Inquisición, pues para el día de San Pablo se preparaba un gran
auto de fe.
Toledo, junio 1493
David se dirigió al convento de San Juan de los Reyes para
entregar la carta a Torquemada. Lo llevaron ante el Inquisidor
General. Su rostro estrecho de rasgos acentuados y sus ojos
hundidos de fanático, que normalmente expresaban tranquilidad
ascética y una confianza inquebrantable en sí mismo, se había
transformado y estaba marcado por la desconfianza y la
inquietud.
- ¿Una carta del Papa?
Cogió la carta con la punta de los dedos y se la tendió a su
secretario, mientras miraba a David con una mezcla de
desconfianza e interés.
-Os conozco, fray David Marco, sois el secretario de Luis de
Santángel. Un hombre malvado, ¡muy malvado! ¿A cuántos de
ellos habré enviado a la hoguera? ¿Doce? ¿Catorce? Pero
vuestro patrono es el protegido del rey Fernando... por ahora.
Pero un día él también... Pues bien, fray David, vos también sois
judío, ¿o me equivoco?
-Sí, judío de nacimiento y cristiano de convicción. La limpieza,
señoría, es una sueño imposible de realizar, pues apenas hay
españoles sin antepasados judíos o moros... como vos mismo.
No quería decirlo, pero algo en su interior le empujó a hacerlo.
Torquemada hizo un gesto con la mano.
-¡Viejas historias! Nos interesan aquellos judíos que se hicieron
bautizar para quedarse aquí, disfrutar de todas las ventajas de
los cristianos y seguir con su fe anterior. Cuando el cabello aún
no se ha secado tras el bautizo, ya siguen celebrando sus
malditas fiestas, comen pan Ácimo, evitan la carne de cerdo y
hacen como si nada hubiera ocurrido. Pasado mañana los
veréis arder, fray Marco, en la Plaza Mayor, a los ojos de Dios;
quemarán veintiocho pecadores, entre ellos siete mujeres.
¡Arderán, arderán, arderán! ¡Tal como está escrito! Habrá júbilo
en el cielo y en este mundo y Dios... ¿qué? ¿Qué quieres?
El secretario se inclinó profundamente.
-La carta, señoría, el breve de su Santidad... es auténtico.
-¿Auténtico? Pues veamos qué dice.
El pesado sello con las llaves de San Pedro quedó colgando
cuando Torquemada se acercó a la ventana. Allí se quedó largo
rato, se volvió lentamente, fue al sillón y se sentó. En su rostro
había aparecido una profunda satisfacción y el esbozo de una
sonrisa satisfecha.
-Puesto que lo sabrá toda España quiero que seáis el primero
en conocer la noticia: Su Santidad, el papa Alejandro VI, se ha
dignado a lanzar sobre mí la excomunión. ¡Tomás de
Torquemada ha sido excomulgado! Es la justa paga a un
cristiano que cumple con su deber, ¿no es cierto? Vos, fray
Marco, podéis informar en seguida a los Reyes Católicos de esa
novedad: ¡Tomás de Torquemada ha sido excomulgado! Id con
Dios y decidle a vuestro patrono que espero volver a verlo
pronto, ¡pero no en la corte ni en su palacio de Valencia! Por
cierto... ¿no queréis quedaros hasta el día de San Pablo y ver
arder a los herejes? Podría reservaros un lugar de honor.
-No, Señoría, me esperan en Barcelona.
Una horrenda sonrisa recorrió su demacrado rostro de asceta,
una sonrisa, se imaginó David, como la que esbozaría el diablo
al cobrarse otra alma.
-Quizá también sigáis siendo judío en secreto, fray Marco. ¿Qué
mejor manera de ocultarlo que bajo los hábitos sacerdotales?
David salió en silencio, deseando que el Papa hubiera destituido
a este terrible fanático y desterrado a un convento alejado del
mundo.
Mientras salía por el oeste de la ciudad montado en su mulo vio
a ciudadanos corriendo cargados de leña hacia la Plaza Mayor.
La Inquisición prometía la recompensa celestial a cualquiera
que colaborara libre y activamente en los autos de fe y, de este
modo, hombres acostumbrados a ser servidos cargaban con los
rostros encendidos pesadas cargas de leña para levantar la
hoguera. Para quemar a veintiocho personas se requería un
brasero de dimensiones gigantescas.
David se propuso tomarse en serio la abierta amenaza de
Torquemada sobre él y su patrono, pues le veía capaz de llamar
a media España ante el tribunal de la Inquisición.
Matarlo sería un acto en defensa propia. David no estaba en
contra de la Inquisición, pero le aterrorizaba cualquier tipo de
fanatismo; además, se sentía amenazado personalmente.
Tomás de Torquemada pidió a su secretario que saliera. Sus
dedos huesudos jugaron con la cruz de madera en su pecho, la
apretaron y la estrujaron como si quisieran sacarle una
confesión.
“Sé que seguirás mudo”, pensó, “y quien quiera escucharte se
verá forzado a abrirte el corazón y cerrar los oídos”. Cayó de
rodillas y fijó su mirada en el crucifijo de la pared.
-Tu representante en la tierra ha lanzado sobre mí la
excomunión y le debo obediencia. Pero no estoy seguro de que
no hayas sentado al Anticristo en la silla de Pedro para
ponernos a prueba a todos. Es posible que el Papa haya
comprado su cargo, dicen que es incapaz de leer una misa
correctamente, dicen que ha convertido el Vaticano en un
prostíbulo. ¿Es posible que semejante persona sea tu
representante, oh, Señor?
También la cruz de la pared siguió muda, a pesar de que
Torquemada le abriera su corazón. Pero él mismo respondió: si
semejante Papa te excomulga puedes considerarlo un cumplido
y reflexionó cuidadosamente quién podría haberlo acusado ante
el Papa. ¿El Rey? No, jamás lo habría hecho sin consultar a
Isabel. ¿El Cardenal Mendoza? Era demasiado inteligente y no
se comprometería; además habría elegido otros métodos para
intrigar. Otros nombres pasaron por su cabeza, pero los excluyó
todos a excepción de uno: Luis de Santángel, el tesorero de los
Reyes. Sólo podía haber sido él, sólo él era capaz de algo así,
pues tenía razones sobradas.
-¡El que ha sido judío siempre seguirá siendo judío!
Torquemada murmuró estas palabras lleno de odio mientras
miraba la cruz de la pared.
-¡El que ha sido judío siempre seguirá siendo judío!
Esta vez Cristo le habló: “¡Olvidas, hijo mío, que yo también nací
y morí siendo judío!”, pero Torquemada no lo oyó, pues su
corazón había vuelto a cerrarse y deseaba vengarse. Llamó a
un joven dominico que le admiraba y adoraba como a un santo e
intentaba seguir su imagen en todo.
-Es preciso averiguar dónde y cómo podemos apoderarnos de
este Santángel. Ve a Valencia, habla con la gente, no ahorres
dinero ni buenas palabras ni, si hiciera falta, las amenazas. Es
imposible que un hombre como él no tenga enemigos, personas
que le deban dinero, que le odien y teman. ¡Necesitamos
testigos! ¡Testigos!
Con la mirada brillante, el joven monje miró a su señor y
maestro.
-¡Yo los encontraré!
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