jueves, 29 de diciembre de 2011

EL CID

Don Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, era una persona de armas pero también sabía escribir, latín y leyes. Se trata de una figura histórica y legendaria de la  Reconquista cuya vida inspiró el más importante cantar de gesta de la literatura española, el Cantar de Mio Cid. La vida de este personaje también se ha llevado a la ópera, al cine, la música…

  A pesar de nacer infanzón, llegó a estar muy considerado por el rey Alfonso, lo cual le costó incluso el destierro, debido a las inquinas de los nobles, que le envidiaban.
Don Rodrigo  destacaba  por su carácter forjado en esa tierra de frontera, que fue Castilla a finales del s.XI. Este  caballero  llegó a conquistar Valencia en 1094, como cuenta el texto “El Cid” de José Luis Corral que os dejo como lectura.

                                                      

Adaptación de “El Cid”, de José Luis Corral (Planeta, 2003)

Rodrigo tardó cinco días en abrir los ojos. Estaba tan débil que apenas podía sostener los párpados, pero sus pupilas parecieron alegrarse cuando vio a su esposa a su lado. Habíamos hecho venir desde Valencia al que decían que era el mejor médico de la ciudad, el cual limpió la cicatriz cauterizada del cuello de Rodrigo con bálsamos y aceites y me felicitó por haber actuado de esa forma. Me dijo que al cortar la hemorragia le había salvado la vida, pues si hubiera seguido sangrando le habría sobrevenido una muerte segura.

 —No hables, esposo, no hables —le dijo Jimena. —Tiene que alimentarse, o lo que no ha podido lograr esa lanzada lo hará la falta de alimento. —¿Qué le podemos dar? —me preguntó Jimena. —El médico ha dicho que debe ingerir mucho líquido; sobre todo caldo de carne y vino con miel. Tiene que hacer sangre y por lo visto ese remedio es el mejor.

 Durante toda una semana Rodrigo no ingirió otra cosa que esos nutritivos líquidos; claro que, con la garganta tan dolorida como la tenía, no hubiera podido comer nada sólido, pues aun tragar líquidos le provocaba unos terribles dolores. A las tres semanas ya podía comer alguna papilla de cereales y algunas verduras bien cocidas y, aunque con dificultades, pronunció las primeras palabras más o menos inteligibles.

 —¿Qué... ha... sido... de... Antolínez? —fue lo primero que me preguntó todavía balbuceante. —Murió a las puertas de Albarracín —le confesé. —¿Cuántos... más? —Sólo su escudero burgalés y el muchacho riojano. Aquellos jinetes de Albarracín iban a por vos.

 Dos meses fue el tiempo que tardó Rodrigo en recuperarse por completo. Se acercaba a cumplir los cincuenta años y no había perdido el espíritu con el que salió de Vivar aquella lejana mañana en la que el rey Alfonso lo condenó al exilio.

 —Tantos años de batallas, de caminos polvorientos, de sangre derramada, de amigos muertos... y al final, la recompensa por tanto sufrimiento está al alcance de mi mano. No quiero morir sin poseer Valencia —me dijo desde lo alto del torreón del castillo de Cebolla, intuyéndose ya en la lejanía las torres de la ciudad soñada, cerca del mar, unas cuantas millas hacia el sur. Sabíamos que algún día llegaría y nuestros oteadores destacados en Peña Cadiella lo confirmaron.

Un gran ejército almorávide que mandaba Abú Bakr al-Lamtuni, un yerno del emir Ibn Tasufín, se acercaba hacia Valencia desde el sur. El ejército había sido convocado por el emir en persona, pero éste no había podido venir encabezándolo porque se encontraba enfermo. Las intenciones de los almorávides no eran precisamente las de liberar Valencia del acoso del Cid, sino ganar la ciudad para su Imperio. Fue por ello que Ibn Yahhaf se mostró muy inquieto y demandó la ayuda de Rodrigo.

 —Pero qué pretende este individuo —dijo Rodrigo un tanto malhumorado y ya repuesto de su herida en el cuello. —Desea mantener su dominio sobre Valencia, o sobre lo que le queda de ella, a toda costa. Y sabe que para hacerlo necesita ahora de nuestra ayuda. Los reyes de las taifas andalusíes creyeron que los almorávides les ayudarían a liberarse de las parias a que los tenía sometidos don Alfonso y que después de eso se marcharían, pero ahora saben que han llegado como conquistadores. Han cambiado sus miserables jaimas de piel de camello y su arenoso desierto por los palacios y los jardines de al- Andalus, y han decidido quedarse para siempre. Ibn Yahhaf lo sabe, y sabe que si los almorávides entran en Valencia, sus días al frente de esta ciudad habrán terminado —le dije.

—Valencia ha de ser mía. No renunciaré a esta ciudad jamás. —El ejército almorávide está compuesto por diez mil hombres, y tal vez venga otro de otros diez mil. —Qué importa. Ya hemos batallado en más de una ocasión con enemigos que casi nos doblaban en número. Volveremos a hacerlo y volveremos a vencer. —Nunca nos hemos enfrentado con los almorávides; son mucho más poderosos que los andalusíes y su espíritu todavía no está corrompido por los placeres de al-Andalus. Ellos vencieron a don Alfonso en Sagrajas.

 —Don Alfonso planteó esa batalla sin inteligencia. Nunca ha sido un buen estratega y jamás ha tenido a su lado generales capacitados para dirigir el ejército con éxito. En Sagrajas se lanzó a una alocada e insensata carga sin tener en cuenta las consecuencias de su precipitación. Nosotros no cometeremos ese error. Los almorávides no son invencibles, encontraremos la manera de derrotarlos.

 Como siempre, el Campeador estaba muy seguro de lo que hacía. Consideraba a los musulmanes unos buenos soldados, pero decía que su afán por morir en el combate para ganar el paraíso los hacía muy vulnerables. «Un hombre que cree en viajar inmediatamente al paraíso si le sobreviene la muerte en la batalla suele luchar descuidado. Prefiero a aquellos que aman tanto su vida que hacen todo lo posible por no perderla. Esos son los mejores soldados, los que yo quiero en mi mesnada», me dijo en más de una ocasión.

 Ibn Yahhaf nos envió un mensajero solicitando una entrevista para tratar el asunto de nuestro apoyo frente a los almorávides. El usurpador del trono de Valencia estaba aterrorizado ante lo que le podían hacer los africanos si ocupaban la ciudad y proponía al Cid aunar las fuerzas de ambos para derrotarlos. Rodrigo aprovechó aquella circunstancia para reclamar de Ibn Yahhaf la entrega de una lujosa almunia que había pertenecido a los reyes de Valencia y que se extendía junto al arrabal de Villanueva. El cadí accedió y se la entregó a Rodrigo equipada con los más lujosos muebles que pudo encontrar y decorada con los más finos tapices y las más mullidas alfombras.

El Cid no quería ningún acuerdo con Ibn Yahhaf, pero le interesaba ganar todo el tiempo posible y dejar que Valencia siguiera debilitándose a la espera de encontrar la manera de rendirla. Por eso le fue dando largas sobre el asunto del tratado y, a través de

algunos de nuestros agentes que se movían con libertad en el interior de la medina, trató de soliviantar a los valencianos en contra de su gobernador. Además, por razones que desconocíamos, el ejército almorávide se había detenido en Lorca y no parecía que los africanos estuvieran dispuestos a llegar a Valencia de inmediato. Daba la impresión de que también ellos querían ganar tiempo. Probablemente estaban esperando a que nuestro asedio sobre Valencia debilitara tanto a sus defensores, y por ende a nosotros mismos, que ninguno de los dos bandos estuviéramos en condiciones de oponerles resistencia en cuanto se presentaran ante sus murallas.

Pronto supimos que los almorávides habían llegado a Murcia. La causa de su parada en Lorca era que su general había estado enfermo, pero una vez recuperado habían proseguido el avance. Dos días después, nuestros hombres en Peña Cadiella nos informaron que los almorávides habían rebasado este castillo, donde manteníamos una importante guarnición, sin siquiera molestarse en tomarlo, y que seguían avanzando hacia Valencia. El Cid, que había logrado sembrar alguna discordia entre los valencianos, nos convocó a una reunión urgente a sus capitanes.

—Los almorávides se encuentran a una jornada de camino de Valencia, en Alcira. He estado pensando durante toda la tarde qué hacer. Tenemos dos opciones: o retirarnos hacia el norte y al oeste y reforzarnos en posiciones seguras en el poyo de Cebolla y en Requena, o mantenernos junto a Valencia. ¿Qué opináis? —nos preguntó.

—Si ese ejército es tan numeroso como dicen los informes de nuestros exploradores, lo más prudente sería asentarnos firmemente en Cebolla —intervine en primer lugar.

—Si así lo hiciéramos, demostraríamos que los tememos. Yo soy partidario de aguantar donde estamos. Si nos retiramos, entre los almorávides y Valencia no quedará nada y la ciudad se les entregará sin resistencia. Además, siempre estaremos a tiempo de replegarnos si comprobamos que no podemos contenerlos —dijo Pedro Bermúdez.

Rodrigo se atusó la barba y se tocó la cicatriz del cuello, ya bien cerrada pero todavía enrojecida.

—Mantendremos nuestras posiciones, pero ampliaremos nuestras defensas. Hay que evitar que puedan desplegar su caballería en la huerta, para ello la inundaremos desviando el curso del río Turia y sólo dejaremos un paso estrecho desde el sur. Si se deciden a atravesarlo, lo deberán hacer en pequeños grupos, y así podremos hacerles frente, pese a su número. No obstante, reforzaremos nuestras posiciones en la retaguardia, y si nos vemos superados nos haremos fuertes allí.

Al día siguiente los almorávides se hallaban a media jornada de distancia. Sus avanzadillas ya habían sido avistadas por algunos de los exploradores que habíamos enviado para localizar sus posiciones. Rodrigo ordenó a media tarde disponer el ejército en dos cuerpos bien compactos, uno a cada lado del paso que habíamos dejado entre las tierras inundadas por el Turia. Finalizado nuestro despliegue, comenzó a llover de tal modo que la superficie anegada creció de manera considerable, favoreciendo nuestro sistema de defensa.

Entre tanto, nuestros agentes en Valencia nos informaron de que los ciudadanos proclives a los almorávides, cuyo número había ido creciendo conforme éstos se acercaban, estaban eufóricos y que festejaban con grandes gritos y cánticos la pronta liberación de su ciudad, que creían inminente. Algunos de los más exaltados ya habían organizado patrullas de jinetes para atacarnos por la espalda en cuanto nos viéramos obligados a enfrentarnos con los almorávides.

Aquel amanecer de mediados de enero el cielo estaba despejado y el viento en calma, y en el aire se respiraba un aroma a limón, a azahar y a tierra mojada. Los valencianos se habían lanzado a las almenas de sus murallas en cuanto despuntó el alba. Enarbolaban sus banderas y sus estandartes esperando ver los pendones negros de los almorávides desplegados por la llanura, avanzando triunfantes hacia Valencia. Durante un buen rato permanecieron en lo alto, agitándose, intentando atisbar en el horizonte algún movimiento que indicara la presencia de los africanos. Pero el ejército del emir Ibn Tasufín no aparecía por ningún lado.

A mediodía un jinete se acercó cabalgando hasta la puerta de la Culebra. Poco antes había atravesado nuestras líneas sin que nadie de los nuestros le impidiera el paso, pues sabíamos bien que las noticias que llevaba a los valencianos eran muy favorables para nosotros.

Los almorávides, uno de cuyos ejércitos acababa de conquistar Badajoz tras asesinar a su rey al-Mutawákkil, habían decidido no seguir adelante, y la noche anterior se habían retirado hacia el sur. Cuando los sitiados supieron esto por boca de aquel jinete, su alegría mudó en desesperanza. Sus rostros, pocas horas antes alegres y ufanos, parecían ahora desvaídos y ennegrecidos de tan tristes. Los gallardetes y pendones que se agitaban como ramas de olivos en lo alto de las murallas fueron desarbolados y un silencio como de muerte se extendió por toda la ciudad.

Por el contrario, en nuestros campamentos estalló la dicha. Nuestros soldados, tras una noche de tensa espera bajo una lluvia torrencial que parecía anunciar un nuevo diluvio, creyendo que al alba tendrían que luchar contra los fieros y temibles guerreros del desierto, estallaron en gritos de júbilo. Fueron muchos los que cabalgaron, lanza en ristre, hasta las murallas de Valencia, sobre cuyas almenas se lamentaban entre sollozos sus ciudadanos. Los más intrépidos hacían piafar a sus caballos al pie mismo de los muros y gritaban a los abatidos valencianos llamándolos «falsos traidores renegados» y anunciándoles que esa ciudad pronto sería del Campeador.

Nunca supimos por qué se retiraron los almorávides cuando tenían las torres de Valencia a la vista de sus ojos y su ejército era más numeroso que el nuestro. Ellos se justificaron ante los defraudados valencianos diciendo que el aguacero caído durante la noche y la falta de víveres les había obligado a replegarse a posiciones más seguras, y nosotros nos jactamos de que al verse frente a nuestra mesnada tuvieron miedo y les faltó tiempo para huir con el rabo — ¿no eran acaso demonios?— entre las piernas.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

EL CAMINO DE SANTIAGO

Como  prometí, os dejo varios fragmentos de este cuento  de Alejo Carpentier, gran escritor cubano ya fallecido que nos ha dejado una importantísima obra (novelas, ensayos...). Espero que vuestra afición a la lectura vaya aumentando con el tiempo y que tengáis la oportunidad de leer más la obra de este gran escritor.
En estos fragmentos del cuento "El Camino de Santiago"  se narran historias relacionadas con algunos de los acontecimientos históricos que estamos estudiando. Espero que os guste.
También tenéis estos enlaces de videos sobre el Camino de Santiago.
FELIZ NAVIDAD
http://www.youtube.com/watch?v=dWIvKd2Lhy0&feature=relmfu
http://www.youtube.com/watch?v=R4L5XSLEyuk

                          EL CAMINO DE SANTIAGO

Creyóse, en un comienzo, que el mal era de bubas, lo cual no era raro en gente
venida de Italia. Pero, cuando aparecieron fiebres que no eran tercianas, y
cinco soldados de la compañía se fueron en vómitos de sangre, Juan empezó a
tener miedo. A todas horas se palpaba los ganglios donde suele hincharse el
humor del mal francés, esperando encontrárselos como rosario de nueces. Y a
pesar de que el cirujano se mostraba dudoso en cuanto a pronunciar el nombre
de una enfermedad que no se veía en Flandes desde hacía mucho tiempo a
causa de la humedad del aire, sus andanzas por el reino de Nápoles le hacían
columbrar que aquello era peste, y de las peores. Pronto supo que todos los
marineros del barco de los naranjos enanos yacían en sus camastros,
maldiciendo la hora en que hubieran respirado los aires de Las Palmas, donde
el mal, traído por cautivos rescatados de Argel, derribaba las gentes en las
calles, como fulminadas por el rayo. Y como si el temor al azote fuese poco, la
parte de la ciudad donde se alojaba la compañía se había llenado de ratas.
Juan recordaba, como alimaña de mal agüero, aquella rata hedionda y
rabipelada, a la que había fallado por un palmo, en la pedrada, y que debía ser
algo así como el abanderado, el pastor hereje, de la horda que corría por los
patios, se colaba en los almacenes, y acababa con todos los quesos de aquella
orilla. El aposentador del soldado, pescadero con trazas de luterano, se
desesperaba, cada mañana, al encontrar sus arenques medio comidos, alguna
raya con la cola de menos y la lamprea en el hueso, cuando un bicho inmundo
no estaba ahogado, de panza arriba, en el vivero de las anguilas. Había que
ser cangrejo o almeja, para resistir al hambre asiática de aquellas ratas
llagadas y purulentas, venidas de sabe Dios qué Isla de las Especias, que roían
hasta el correaje de las corazas y el cuero de las monturas, y hasta profanaban
las hostias sin consagrar del capellán de la compañía. Cuando un aire frío,
bajado de los pastos anegados, hacía tiritar el soldado en el desván bajo
pizarra que tenía por alojamiento, se dejaba caer en su catre, gimoteando que
ya se le abrasaba el pecho y le dolían las bubas, y que la muerte sería buen
castigo por haber dejado la enseñanza de los cantos que se destinan a la gloria
de Nuestro Señor, para meterse a tambor de tropa, que eso no era arte de
cantar motetes, ni ciencia del Cuadrivio, sino música de zambombas,
pandorgas y castrapuercos, como la tocaban, en cualquier alegría de Corpus,
los mozos de su pueblo. Pero, con un parche y un par de vaquetas se podía
correr el mundo, del Reino de Nápoles al de Flandes, marcando el compás de
la marcha, junto al trompeta y al pífano de boj. Y como Juan no se sentía con
alma de clérigo ni de chantre, había trocado el probable honor de llegar a
ingresar, algún día, en la clase del maestro Ciruelo, en Alcalá, por seguir al
primer capitán de leva que le pusiera tres reales de a ocho en la mano,
prometiéndole gran regocijo de mujeres, vinos y naipes, en la profesión militar.
Ahora que había visto mundo, comprendía la vanidad de las apetencias que
tantas lágrimas costaran a su santa madre. De nada le había servido repicar la
carga en el fuego de tres batallas, desafiando el trueno de las lombardas, si la
muerte estaba aquí, en este desván cuyos ventanales de cristales verdes se
teñían tan tristemente con los fulgores de las antorchas de la ronda, al son de
aquel tambor velado, tan mal tocado por esos flamencos de sangre de lúpulo
que nunca daban cabalmente con el compás. La verdad era que Juan había
gimoteado todo aquello del pecho abrasado y de las bubas hinchadas, para
que Dios, compadecido de quien se creía enfermo, no le mandara cabalmente
la enfermedad. Pero, de súbito, un horrible frío se le metía en el cuerpo. Sin
quitarse las botas, se acostó en el catre, echándose una manta encima, y
encima de la manta un edredón. Pero no era una manta, ni un edredón, sino
todas las mantas de la compañía, todos los edredones de Amberes, los que le
hubiesen sido necesarios, en aquel momento, para que su cuerpo destemplado
hallara el calor que el Rey Salomón viejo tratara de encontrar en el cuerpo de
una doncella. Al verlo temblar de tal suerte, el pescadero, llamado por los
gemidos, había retrocedido con espanto, bajando las escaleras llenas de ratas,
a los gritos de que el mal estaba en la casa, y que esto era castigo de católicos
por tanta simonia y negocios de bulas (...)

 La Vía Láctea, por
 vez primera desde el pasado estío, blanqueaba el firmamento.
—¡El Camino de Santiago!—gimió el soldado, cayendo de rodillas ante su
espada, clavada en el tablado del piso, cuya empuñadura dibujaba el signo de
la cruz.
Por caminos de Francia va el romero, con las manos flacas asidas del bordón,
luciendo la esclavina santificada por hermosas conchas cosidas al cuero, y la
calabaza que sólo carga agua de arroyos. Empieza a colgarle la barba entre las
alas caídas del sombrero peregrino, y ya se le desfleca la estameña del hábito
sobre la piadosa miseria de sandalias que pisaron el suelo de París sin hollar
baldosas de taberna, ni apartarse de la recta vía de Santiago, como no fuera
para admirar de lejos la santa casa de los monjes clunicenses. Duerme Juan
donde le sorprende la noche, convidado a más de una casa por la devoción de
las buenas gentes, aunque cuando sabe de un convento cercano, apura un
poco el paso, para llegar al toque del Angelus, y pedir albergue al lego que
asoma la cara al rastrillo. Luego de dar a besar la venera, se acoge al amparo
de los arcos de la hospedería, donde sus huesos, atribulados por la
enfermedad y las lluvias tempranas que le azotaron el lomo desde Flandes
hasta el Sena, sólo hallan el descanso de duros bancos de piedra. Al día
siguiente parte con el alba, impaciente por llegar, al menos, al Paso de
Roncesvalles, desde donde le parece que el cuerpo le estará menos
quebrantado, por hallarse en tierra de gente de su misma lana. En Tours se le
juntan dos romeros de Alemania, con los que habla por señas. En el Hospital
de San Hilario de Poitiers se encuentra con veinte romeros más, y es ya una
partida la que prosigue la marcha hacia las Landas, dejando atrás el rastrojo
del trigo, para encontrar la madurez de las vides. Aquí todavía es verano,
aunque se cumplen faenas de otoño. El sol demora sobre las copas de los
pinos, que se van apretando cada vez más, y entre alguna uva agarrada al
paso, y los descansos de mediodía que se hacen cada vez más largos, por lo
oloroso de las hierbas y el frescor de las sombras, los romeros se dan a cantar.
Los franceses, en sus coplas, hablan de las buenas cosas a que renunciaron
por cumplir sus votos a Saint Jacques; los alemanes garraspean unos latines
tudescos, que apenas si dejan en claro el Herru Sanctiagu! Got Sanctiagu! En
cuanto a los de Flandes, más concertados, entonan un himno que ya Juan
adorna de contracantos de su invención: "¡Soldado de Cristo, con santas
plegarias, a todos deñendes, de suertes contrarias!"
Y así, caminando despacio, llevando fila de más de ochenta peregrinos, se
llega a Bayona, donde hay buen hospital para espulgarse, poner correas
nuevas a las sandalias, sacarse los piojos entre hermanos, y solicitar algún
remedio para los ojos que muchos, a causa del polvo del camino, traen
legañosos y dañados. Los patios del edificio son hervideros de miserias, con
gente que se rasca las sarnas, muestra los muñones, y se limpia las llagas con
el agua del aljibe. Hay quien carga lamparones que no sanaron ni con el
tocamiento del Rey de Francia, y otro que jinetea un banco para descansar del
estorbo de partes tan hinchadas, que parecen las verijas del gigante
Adamastor. Juan el Romero es de los pocos que no solicitan remedios. El
sudor que tanto le ha pringado el sayal cuando se andaba al sol entre viñas, le
alivió el cuerpo de malos humores. Luego, agradecieron sus pulmones el
bálsamo de los pinos, y ciertas brisas que, a veces, traían el olor del mar. Y
cuando se da el primer baño, con baldes sacados del pozo santificado por la
sed de tantos peregrinos, se siente tan entonado y alegre, que va a
despacharse un jarro de vino a orillas del Adur, confiando en que hay dispensa
para quien corre el peligro de resfriarse luego de haberse mojado la cabeza y
los brazos por primera vez en varias semanas. Cuando regresa al hospital no
es agua clara lo que carga su calabaza, sino tintazo del fuerte, y para beberlo
despacio se adosa a un pilar del atrio. En el cielo se pinta siempre el Camino
de Santiago. Pero Juan, con el vino aligerándole el alma, no ve ya el Campo
Estrellado como la noche en que la peste se le acercara con un tremebundo
aviso de castigo por sus muchos pecados. A tiempo había hecho la promesa
de ir a besar la cadena con que el Apostol Mayor fuese aprisionado en
Jerusalem. Pero ahora, descansado, algo bañado, con piojos de menos y
copas de más, empieza a pensar si aquella fiebre padecida sería cosa de la
peste, y si aquella visión diabólica no sería obra de la fiebre. El gemido de un
anciano con media cara comida por un tumor, que yace a su lado, le recuerda
al punto que los votos son votos, y metiendo la cabeza en el rebozo de la
esclavina, se regocija pensando que llegará con el cuerpo sano, donde otros
otros prosternarán sus llagas y costras, luego de pasarlas, inseguros aún del
divino remiendo, bajo el arco de la Puerta Francina.

El camino de Francia arroja al romero, de pronto, en el alboroto de una feria
que le sale al paso, entrando en Burgos. El ánimo de ir rectamente a la catedral
se le ablanda al sentir el humo de las frutas de sartén, el olor de las carnes en
parrilla, los mondongos con perejil, el ajimójele, que le invita a probar,
dadivosa, una anciana desdentada, cuyo tenducho se arrima a una puerta
monumental, flanqueada por torres macizas. Luego del guiso, hay el vino de los
odres cargados en borricos, más barato que el de las tabernas. Y luego es el
dejarse arrastrar por el remolino de los que miran, yendo del gigante al
volatinero, del que vende aleluyas en pliego suelto, al que muestra, en cuadros
de muchos colores, el suceso tremendo de la mujer preñada del Diablo, que
parió una manada de lechones en Alhucemas. Allí promete uno sacar las
muelas sin dolor, dando un paño encarnado al paciente para que no se le vea
correr la sangre, con ayudante que golpea la tambora con mazo, para que no
se le oigan los gritos; allá se ofrecen jabones de Bolonia, unto para los
sabañones, raíces de buen alivio, sangre de dragón. Y es el estrépito de
siempre, con la fritura de los buñuelos, y el desafinado de las chirimlas, con
algún perro de jubón y gorro, que viene a pedir limosna para el pobre tullido
caminando en las patas traseras, como cristiano. Cansado de verse
zarandeado, Juan el Romero se detiene, ahora, ante unos ciegos parados en
un banco, que terminan de cantar la portentosa historia de la Arpía Americana,
terror del cocodrilo y el león, que tenía su hediondo asiento en anchas
cordilleras e intrincados desiertos:
—Por una cuantiosa suma
La ha comprado un europeo,
Y con ella se vino a Europa;
En Malta desembarcóla,
Desde allí fue al país griego,
Y luego a Constantinopla,
Toda la Tracia siguiendo.
Allí empezó a no querer
Admitir los alimentos,
Tanto que a las pocas semanas
Murió rabiando y rugiendo.
CORO: Este fin tuvo la Arpía
Monstruo de natura horrendo,
Ojalá todos los monstruos
Se murieran en naciendo.
                                     Alejo carpentier (1904-1980)

sábado, 17 de diciembre de 2011

EL RÍO (POEMA)

De nuevo vuelvo a estar con vosotros, esta vez no os dejo un relato, sino un hermoso poema sobre los ríos de Javier Heraud, poeta peruano. También incluyo un video  de una poesía  de Federico García Lorca, poeta andaluz que todos conocemos. El poema de Lorca se titula  "Baladilla de los tres ríos" y está  cantado por Miguel López. Espero que disfrutéis con ellos.

FELIZ NAVIDAD


El Río

1

Yo soy un río,                                         
voy bajando por
las piedras anchas,                                            
voy bajando por
las rocas duras,
por el sendero
dibujado por el
viento.
Hay árboles a mi
alrededor sombreados
por la lluvia.
Yo soy un río,
bajo cada vez más
furiosamente,
más violentamente
bajo
cada vez que un
puente me refleja
en sus arcos.                                           
                                                                                 
2

Yo soy un río
un río
un río
cristalino en la
mañana.
A veces soy
tierno y
bondadoso. Me
deslizo suavemente
por los valles fértiles,
doy de beber miles de veces
al ganado, a la gente dócil.
Los niños se me acercan de
día,
y
de noche trémulos amantes
apoyan sus ojos en los míos,
y hunden sus brazos
en la oscura claridad
de mis aguas fantasmales.
                                                                
3

Yo soy el río.
Pero a veces soy
bravo
y
fuerte
pero a veces
no respeto ni a
la vida ni a la
muerte.
Bajo por las
atropelladas cascadas,
bajo con furia y con
rencor,
golpeo contra las
piedras más y más,
las hago una
a una pedazos
interminables.
Los animales
huyen,
huyen huyendo
cuando me desbordo
por los campos,
cuando siembro de
piedras pequeñas las
laderas,
cuando
inundo
las casas y los pastos,
cuando
inundo
las puertas y sus
corazones,
los cuerpos y
sus
corazones.
                                                                                         
4

Y es aquí cuando
más me precipito
Cuando puedo llegar
a los corazones,
cuando puedo
cogerlos por la
sangre,
cuando puedo
mirarlos desde
adentro.
Y mi furia se
torna apacible,
y me vuelvo
árbol,
y me estanco
como un árbol,
y me silencio
como una piedra,
y callo como una
rosa sin espinas.
                                                                         
5

Yo soy un río.
Yo soy el río
eterno de la
dicha. Ya siento
las brisas cercanas,
ya siento el viento
en mis mejillas,
y mi viaje a través
de montes, ríos,
lagos y praderas
se torna inacabable.
                                                                                         
6

Yo soy el río que viaja en las riberas,
árbol o piedra seca
Yo soy el río que viaja en las orillas,
puerta o corazón abierto
Yo soy el río que viaja por los pastos,
flor o rosa cortada
Yo soy el río que viaja por las calles,
tierra o cielo mojado
Yo soy el río que viaja por los montes,
roca o sal quemada
Yo soy el río que viaja por las casas,
mesa o silla colgada
Yo soy el río que viaja dentro de los hombres,
árbol fruta
rosa piedra
mesa corazón
corazón y puerta
retornados,
                                                                                        
7

Yo soy el río que canta
al mediodía y a los
hombres,
que canta ante sus
tumbas,
el que vuelve su rostro
ante los cauces sagrados.

8

Yo soy el río anochecido.
Ya bajo por las hondas
quebradas,
por los ignotos pueblos
olvidados,
por las ciudades
atestadas de público
en las vitrinas.
Yo soy el río
ya voy por las praderas,
hay árboles a mi alrededor
cubiertos de palomas,
los árboles cantan con
el río,
los árboles cantan
con mi corazón de pájaro,
los ríos cantan con mis
brazos.

9

Llegará la hora
en que tendré que
desembocar en los
océanos,
que mezclar mis
aguas limpias con sus
aguas turbias,
que tendré que
silenciar mi canto
luminoso,
que tendré que acallar
mis gritos furiosos al
alba de todos los días,
que clarear mis ojos
con el mar.
El día llegará,
y en los mares inmensos
no veré más mis campos
fértiles,
no veré mis árboles
verdes,
mi viento cercano,
mi cielo claro,
mi lago oscuro,
mi sol,
mis nubes,
ni veré nada,
nada,
únicamente el
cielo azul,
inmenso,
y
todo se disolverá en
una llanura de agua,
en donde un canto o un poema más
sólo serán ríos pequeños que bajan,
ríos caudalosos que bajan a juntarse
en mis nuevas aguas luminosas,
en mis nuevas
aguas
apagadas.

Javier Heraud

Del poemario: "El Río". Lima. 1960.

miércoles, 14 de diciembre de 2011

ROMÁNTICOS SUICIDAS

Cómo ya hablamos en clase, los románticos eran un poco exaltados y llevaban sus emociones y sentimientos hasta las últimas consecuencias , muchas veces al suicidio!.
Una de las novelas románticas por excelencia es La dama de las camelias, de A. Dumas hijo ( aquí podeis leer los primeros capítulos). En esta obra se cuenta un turbulento amor. Margarita es una mujer frívola, superficial y que utiliza a los hombres  y Alfredo, un romántico enamorado que es capaz de dejarlo todo por ella y nunca se cree del todo que Margarita lo ame. Pero ¿ quien morirá por quien? ¿ Margarita es capaz de amarlo y renunciar a las juergas? ¿ Alfredo la ama tan profundamente?....


Esta historia tormentosa será el guión de La Traviata, opera de G. Verdi ( aquí teneis un fragmento en el que Margarita enferma y arruinada recuerda cuando conoció a Alfredo).
Los amores de Margarita Gautier no solo llegan a la ópera, también vemos a Greta Garbo en el cine representándola (aquí teneis el mismo instante, cuando Alfredo le declara su amor), o en versión pelicula musical en Moulin Rouge que sitúa a los amantes en el París de finales del siglo XIX.
Son tres versiones del mismo episodio , si quereis saber que pasará con ese amor ya sabeis donde encontrar la respuesta....

martes, 13 de diciembre de 2011

¿ERA LORCA GALLEGO?

Claro que no! Federico García Lorca era granaíno y universal. Nació en Fuente Vaqueros lo mataron en Víznar hace 75 años . Lo que pasa es que Federico viajó a Galicia con 19 años y se enamoró .Desde entonces aprendió el idioma gallego y a cantar canciones y romances de la vieja literatura galaico-portuguesa de los trovadores medievales. Lo cierto es que su amor fué creciendo y con la Barraca , su compañía de teatro, volvió a Galicia durante los años republicanos 1932-34.

Estas visitas inspiraron sus seis bellísimos poemas gallegos. Aquí os dejo uno de los más reconocidos el Madrigal á cibdá de Santiago ( pincha aquí si quieres oir esta versión cantada por Luar na Lubre e Ismael Serrano)
En este blog privado teneis los seis poemas en gallego y en castellano. Disfrutadlos!!!
Y ...por si quereis seguir comprobando la universalidad de Lorca aquí teneis un poema de Poeta en Nueva York inspirando a Leonard Cohen, solo para bilingües y atrevidos!!!

lunes, 12 de diciembre de 2011

CIUDADANOS Y CIUDADANAS !!!

La Revolución francesa y el Imperio Napoleónico son de los temas de la historia que más han dado que hablar .No se pueden contar los volúmenes escritos sobre ellos. No solo están llenos de acontecimientos insólitos sino de personajes pecualiares.
Las principales figuras históricas , los reyes de Francia : Luis XVI, María Antonieta o su hijo Luis XVII comparten popularidad y fortuna con otras personalidades salidas del Pueblo : Marat, Charlotte Corday , Robespierre , Napoleón o Josefina .
Muchos de ellos terminarán decapitados por la guillotina, otros exiliados o repudiados...

(Leedlo con calma que tiene  sorpresas, y sobre todo, no se lo conteis a nadie...)
Los hipervínculos del documento no funcionan bien , así que los enlazo desde aquí por si no los podeis abrir.
El verdugo Sansón
La Marsellesa
El cuento de Alejandro Dumas
La noticia de la revista Hola

martes, 6 de diciembre de 2011

LA CATEDRAL DEL MAR

La Catedral del Mar  de Ildefonso Falcones cuenta la historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en la ciudad de Barcelona, donde se convierte en hombre libre. Transcurría el s. XIV y la ciudad de Barcelona se encontraba en su momento de mayor prosperidad. Sus habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, la catedral gótica de Santa María del Mar. El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la Catedral del Mar.

Espero que os guste esta nueva lectura donde se recrea el auge de las ciudades en la  etapa final de la Edad Media.



FRAGMENTO DE LA CATEDRAL DEL MAR



La ciudad se extendía a sus pies.                                                

—Mira, Arnau —le dijo Bernat al niño, que dormía

plácidamente pegado a su pecho—, Barcelona. Allí seremos

libres.

Desde su huida con Arnau, Bernat no había dejado de

pensar en aquella ciudad, la gran esperanza de todos los

siervos. Bernat los había oído hablar de ella cuando iban a

trabajar las tierras del señor o a reparar las murallas del

castillo o a hacer cualquier otro trabajo que el señor de

Bellera necesitara. Pendientes siempre de que el alguacil o

los soldados no los oyesen, sus susurros sólo despertaron

en Bernat simple curiosidad. Él era feliz con sus tierras y

jamás hubiera abandonado a su padre. Tampoco habría

podido huir con él. Sin embargo, tras perder sus tierras,

cuando por las noches, en el interior de la gruta de los

Estanyol, miraba cómo dormía su hijo, aquellos comentarios

habían ido cobrando vida hasta resonar en el interior de la

cueva.

«Si se logra vivir en ella un año y un día sin ser

detenido por el señor —recordaba haber escuchado—, se

adquiere la carta de vecindad y se alcanza la libertad.» En

aquella ocasión todos los siervos guardaron silencio. Bernat

los miró: algunos tenían los ojos cerrados y los labios

apretados, otros negaban con la cabeza y los demás

sonreían, mirando hacia el cielo.

—Y ¿sólo hay que vivir en la ciudad? —rompió el

silencio un muchacho, uno de los que habían mirado al

cielo, soñando a buen seguro con romper las cadenas que lo

ataban a la tierra—. ¿Por qué en Barcelona se puede ganar

la libertad?

El más anciano le contestó pausadamente:

—Sí, no hace falta nada más. Sólo vivir en ella

durante ese tiempo. —El muchacho, con los ojos brillantes,

lo instó a continuar—. Barcelona es muy rica. Durante

muchos años, desde Jaime el Conquistador hasta Pedro el

Grande, los reyes han solicitado dinero a la ciudad para sus

guerras o para sus cortes. Durante todos esos años, los

ciudadanos de Barcelona han concedido esos dineros pero a

cambio de privilegios especiales, hasta que el propio Pedro

el Grande, en guerra contra Sicilia, los plasmó en un

código... —El anciano titubeó—. Recognoverunt proceres,

creo que se llama. Es ahí donde se dice que podemos

alcanzar la libertad. Barcelona necesita trabajadores,

trabajadores libres.

Al día siguiente, aquel muchacho no acudió a la hora

marcada por el señor. Y tampoco lo hizo al siguiente. Su

padre, en cambio, seguía trabajando en silencio. Al cabo de

tres meses, lo trajeron encadenado, andando delante del

látigo; sin embargo, todos creyeron ver un destello de orgullo

en sus ojos.

Desde lo alto de la sierra de Collserola, en la antigua

vía romana que unía Ampurias con Tarragona, Bernat

contempló la libertad y... ¡el mar! Jamás había visto, ni había

imaginado, aquella inmensidad que parecía no tener fin.

Sabía que allende aquel mar existían tierras catalanas, eso

decían los mercaderes, pero... era la primera vez que se

encontraba con algo de lo que no podía ver el final. «Detrás

de aquella montaña. Tras cruzar aquel río.» Siempre podía

señalar el lugar, indicar un punto al extranjero que

preguntaba... Oteó el horizonte que se unía con las aguas.

Permaneció unos instantes con la vista fija en la lejanía

mientras acariciaba la cabeza de Arnau, aquellos cabellos

rebeldes que le habían crecido en el monte.

Después dirigió la vista hacia donde el mar se fundía

con la tierra. Cinco barcos destacaban cerca de la orilla,

junto al islote de Maians. Hasta ese día Bernat sólo había

visto dibujos de barcos. A su derecha se alzaba la montaña

de Montjuïc, también lamiendo el mar; a los pies de su falda,

campos y llanos y, después, Barcelona. Desde el centro de

la ciudad, donde se alzaba el mons Taber, un pequeño

promontorio, cientos de construcciones se derramaban en

derredor; algunas bajas, engullidas por sus vecinas, y otras

majestuosas: palacios, iglesias, monasterios... Bernat se

preguntaba cuánta gente debía de vivir allí. Porque de

repente Barcelona terminaba. Era como una colmena

rodeada de murallas, salvo por el lado del mar, y más allá de

las murallas sólo campos. Cuarenta mil personas, había

oído decir.

—¿Cómo nos van a encontrar entre cuarenta mil

personas? —murmuró mirando a Arnau—.Tú serás libre,

hijo.

Allí podrían esconderse. Buscaría a su hermana. Pero

Bernat sabía que antes tenía que cruzar las puertas. ¿Y si el

señor de Bellera había dado su descripción? Aquel lunar...

Lo había pensado a lo largo de las tres noches de camino

desde el monte. Se sentó en el suelo y agarró una liebre que

había cazado con la ballesta. La degolló y dejó que la sangre

cayera en la palma de su mano, donde tenía un pequeño

montoncito de arena. Revolvió la sangre y la arena, y

cuando la mezcla empezó a secarse se la extendió sobre el

ojo derecho. Después guardó la liebre en el saco.

Cuando notó que la pasta estaba seca y que no podía

abrir el ojo, inició el descenso en dirección al portal de Santa

Anna, en la parte más septentrional de la muralla occidental.

La gente hacía cola en el camino para acceder a la ciudad.

Bernat se sumó a ella, arrastrando los pies, con discreción,

sin dejar de acariciar al niño, que ya estaba despierto. Un

campesino descalzo y encogido bajo un enorme saco de

nabos volvió la cabeza hacia él. Bernat le sonrió.

—¡Lepra! —gritó el campesino, dejando caer el saco

y apartándose de un salto del camino.

Bernat vio cómo toda la cola, hasta la puerta,

desaparecía hacia los márgenes del camino, unos a un lado,

otros a otro; se alejaron de él y dejaron el acceso a la ciudad

sembrado de objetos y comida, varios carretones y algunas

vacas. Y en medio de todo ello, los ciegos que solían pedir

junto al portal de Santa Anna se movían entre gritos.

Arnau empezó a llorar, y Bernat vio que los soldados

desenvainaban las espadas y cerraban las puertas.

—¡Ve a la leprosería! —le gritó alguien desde lejos.

—¡No es lepra! —protestó Bernat—. Me clavé una

rama en el ojo. ¡Mirad! —Bernat alzó las manos y las movió.

Después, dejó a Arnau en el suelo y empezó a desnudarse—

. ¡Mirad! —repitió mostrando todo su cuerpo, fuerte, entero y

sin mácula, sin una sola llaga o señal—. ¡Mirad! Sólo soy un

campesino, pero necesito un médico para que me cure el

ojo; si no, no podré seguir trabajando.

Uno de los soldados se le acercó. El oficial tuvo que

empujarlo por la espalda. Se detuvo a unos pasos de Bernat

y lo observó.

—Vuélvete —le indicó, haciendo un movimiento

rotatorio con el dedo.

Bernat obedeció. El soldado se volvió hacia el oficial y

negó con la cabeza. Desde la puerta, con una espada, le

señalaron el bulto que estaba a los pies de Bernat.

—¿Y el niño?

Bernat se agachó para recoger a Arnau. Lo desnudó

con la parte derecha de la cara pegada a su pecho y lo

mostró horizontalmente, como si lo ofreciese, agarrándolo

por la cabeza; con los dedos le tapó el lunar.

El soldado volvió a negar mirando hacia la puerta.

—Tápate esa herida, campesino —dijo—; de lo

contrario, no lograrás dar un paso en la ciudad.

La gente volvió al camino. Las puertas de Santa Anna

se abrieron de nuevo y el campesino de los nabos recogió su

saco sin mirar a Bernat.

Este cruzó el portal con el ojo derecho tapado con

una camisa de Arnau. Los soldados lo siguieron con la

mirada, pero ahora ¿cómo no iba a llamar la atención con

una camisa cubriéndole medio rostro? Dejó la colegiata de

Santa Anna a la izquierda y siguió andando tras la gente que

se adentraba en la ciudad. Girando a la derecha, llegó hasta

la plaza de Santa Anna. Caminaba cabizbajo... Los

campesinos empezaron a desperdigarse por la ciudad; los

pies descalzos, las abarcas y las esparteñas fueron

desapareciendo y Bernat se encontró mirando unas piernas

cubiertas con medias de seda de color rojo como el fuego

que terminaban en unos zapatos verdes de tela fina, sin

suela, ajustados a los pies y acabados en punta, en una

punta tan larga que de ella salía una cadenita de oro que se

abrazaba al tobillo.

Sin pensarlo, levantó la mirada y se topó con un

hombre tocado con sombrero. Lucía una vestidura negra

decorada con hilos de oro y plata, un cinturón también

bordado en oro y correajes de perlas y piedras preciosas.

Bernat se lo quedó mirando con la boca abierta. El hombre

se volvió hacia el joven pero dirigió la vista más allá de él,

como si no existiera.

Bernat titubeó, volvió a bajar los ojos y suspiró

aliviado al ver que no le había prestado la menor atención.

Recorrió la calle hasta la catedral, que estaba en

construcción, y poco a poco empezó a levantar la cabeza.

Nadie lo miraba. Durante un buen rato estuvo observando

cómo trabajaban los peones de la seo: picaban piedra, se

desplazaban por los altos andamios que la rodeaban,

levantaban enormes bloques de piedra con poleas... Arnau

reclamó su atención con un ataque de llanto.

—Buen hombre —le dijo a un operario que pasaba

cerca de él—, ¿cómo puedo encontrar el barrio de los

alfareros? —Su hermana Guiamona se había casado con

uno de ellos.

—Sigue por esta misma calle —le contestó el hombre

atropelladamente—, hasta que llegues a la próxima plaza, la

de Sant Jaume. Allí verás una fuente; dobla a la derecha y

continúa hasta que llegues a la muralla nueva, al portal de la

Boquería. No salgas al arrabal. Camina junto a la muralla en

dirección al mar hasta el siguiente portal, el de Trentaclaus.

Allí está el barrio de los alfareros. Bernat trató en vano de

asimilar todos aquellos nombres, pero cuando iba a volver a

preguntar, el hombre ya había desaparecido. —Sigue por

esta misma calle hasta la plaza de Sant Jaume —le repitió a

Arnau—. De eso me acuerdo.Y una vez en la plaza volvemos

a doblar a la derecha, de eso también nos acordamos,

¿verdad, hijo mío?

Arnau siempre dejaba de llorar cuando oía la voz de

su padre.

—Y ¿ahora? -dijo en voz alta. Se encontraba en una

nueva plaza, la de Sant Miquel-. Aquel hombre sólo hablaba

de una plaza, pero no podemos habernos equivocado. —

Bernat intentó preguntar a un par de personas pero ninguna

se detuvo—.Todos tienen prisa —le comentaba a Arnau justo

cuando vio a un hombre parado frente a la entrada de... ¿un

castillo?

—Aquél no parece tener prisa; quizá... Buen

hombre... —lo llamó por la espalda tocándole la chilaba

negra.

Hasta Arnau, fuertemente agarrado a su pecho, dio

un respingo cuando el hombre se volvió, tal fue el sobresalto

de Bernat.

El anciano judío negó cansinamente con la cabeza.

Aquello era lo que conseguían las encendidas prédicas de

los sacerdotes cristianos.

—Dime —le dijo.

Bernat no pudo apartar la vista de la rodela roja y

amarilla que cubría el pecho del anciano. Luego miró hacia

el interior de lo que le había parecido un castillo amurallado.

¡Todos cuantos entraban y salían eran judíos! Todos llevaban

aquella señal. ¿Estaba permitido hablar con ellos?

—¿Querías algo? —insistió el anciano.

—¿Có... cómo se llega al barrio de los alfareros?

—Sigue recto toda esta calle —le indicó el anciano

con la mano— y llegarás al portal de la Boquería. Continúa

por la muralla hacia el mar, y en la siguiente puerta está el

barrio que buscas.

Al fin y al cabo, los curas sólo habían advertido de

que no se podían tener relaciones carnales con ellos; por

eso la Iglesia los obligaba a llevar la rodela, para que nadie

pudiera alegar ignorancia sobre la condición de cualquier

judío. Los curas siempre hablaban de ellos con exaltación, y

sin embargo aquel anciano...

—Gracias, buen hombre —contestó Bernat

esbozando una sonrisa.

—Gracias a ti —le contestó él—, pero en lo sucesivo

procura que no te vean hablar con uno de nosotros..., y

menos sonreírles. —El viejo frunció los labios en una mueca

de tristeza.

En el portal de la Boquería, Bernat se topó con un

nutrido grupo de mujeres que compraban carne: menudillos

y macho cabrío. Durante unos instantes observó cómo éstas

comprobaban la mercancía y discutían con los tenderos.

«Ésta es la carne que tantos problemas ocasiona a nuestro

señor», le dijo al niño. Después se rió al pensar en Llorenç

de Bellera. ¡Cuántas veces lo había visto intentar amedrentar

a los pastores y ganaderos que abastecían de carne a la

ciudad condal! Pero sólo se atrevía a eso, a amedrentarlos

con sus caballos y sus soldados; quienes llevaban ganado a

Barcelona, donde sólo podían entrar animales vivos, tenían

derecho de pasto en todo el principado.

Bernat rodeó el mercado y bajó hacia Trentaclaus.

Las calles eran más anchas y, a medida que se acercaba al

portal, observó que, delante de las casas, se secaban al sol

docenas de objetos de cerámica: platos, escudillas, ollas,

jarras o ladrillos.

—Busco la casa de Grau Puig —le dijo a uno de los

soldados que vigilaban el portal.