lunes, 4 de junio de 2012

LEPANTO Y ELORO DEL REY


Durante los siglos XVI y XVII  España estuvo gobernada por los Austrias.  El reinado de Felipe II  se caracterizó por su defensa obsesiva del catolicismo y de la Contrarreforma  que lo llevó a participar en conflictos armados como la Batalla de Lepanto.

La Batalla deLepanto fue un combate naval de capital importancia que tuvo lugar en 1571 en el golfo de Lepanto,  situado en la Grecia continental.

Se enfrentaron en ella los turcos otomanos (musulmanes) contra una coalición cristiana, llamada Liga Santa, en la que participó el Reino de España (reinado de Felipe II) junto a los Estados Pontificios (el Papa) y otros estados europeos del Mediterráneo. Los cristianos resultaron vencedores, salvándose sólo 30 galeras turcas. Se frenó así el expansionismo turco por el Mediterráneo occidental. En esta batalla participó Miguel de Cervantes, que resultó herido, sufriendo la pérdida de movilidad de su mano izquierda, lo que valió el sobrenombre de «manco de Lepanto». Este escritor  calificó la batalla como «la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros».
                                                 
                    
Os dejo una breve descripción de esta batalla:[

Jamás se vio batalla más confusa; trabadas de galeras una por una y dos o tres, como les tocaba... El aspecto era terrible por los gritos de los turcos, por los tiros, fuego, humo; por los lamentos de los que morían. El mar envuelto en sangre, sepulcro de muchísimos cuerpos que movían las ondas, alteradas y espumeantes de los encuentros de las galeras y horribles golpes de artillería, de las picas, armas enastadas, espadas, fuegos, espesa nube de saeta... Espantosa era la confusión, el temor, la esperanza, el furor, la porfía, tesón, coraje, rabia, furia; el lastimoso morir de los amigos, animar, herir, prender, quemar, echar al agua las cabezas, brazos, piernas, cuerpos, hombres miserables, parte sin ánima, parte que exhalaban el espíritu, parte gravemente heridos, rematándolos con tiros los cristianos. A otros que nadando se arrimaban a las galeras para salvar la vida a costa de su libertad, y aferrando los remos, timones, cabos, con lastimosas voces pedían misericordia, de la furia de la victoria arrebatados les cortaban las manos sin piedad, sino pocos en quien tuvo fuerza la codicia, que salvó algunos turcos.

                                                                Luis Cabrera de Córdoba



Sobre la España del siglo XVII os dejo un fragmento de un libro de aventuras  del capitán Alatriste, personaje creado por el escritor Arturo Pérez Reverte que ha sido llevada al cine. Arturo Pérez-Reverte relata en Las aventuras del capitán Alatriste las historias de un veterano de los tercios de Flandes que malvive como espadachín a sueldo en el Madrid del siglo XVII. Sus peligrosos y apasionantes lances nos sumergen en las intrigas de la Corte de una España corrupta y en decadencia.

                                             

En” El oro del rey” Reverte nos cuenta la llegada de Alatriste  a Sevilla en 1626 a su regreso de Flandes, donde ha participado en el asedio y rendición de Breda. El capitán Alatriste y el joven mochilero Íñigo Balboa reciben el encargo de reclutar a un pintoresco grupo de bravos espadachines para una peligrosa misión, relacionada con el contrabando del oro que los galeones españoles traen de las Indias. Los bajos fondos de la turbulenta ciudad andaluza, el corral de los Naranjos, la cárcel real, las tabernas de Triana, los arenales del Guadalquivir, son los escenarios de esta nueva aventura, donde los protagonistas reencontrarán traiciones, lances y estocadas, en compañía de viejos amigos y de viejos enemigos.
                                
                                                EL ORO DEL REY

Aquella velada había de resultar agitada y toledana; pero antes de llegar a ello tuvimos cena e interesante plática. También hubo la imprevista aparición de un amigo: Don Francisco de Quevedo no le había dicho al capitán Alatriste que la persona con la que iba a entrevistarse por la noche era su amigo Álvaro de la Marca, conde de Guadalmedina. Para sorpresa de Alatriste, y también mía, el conde apareció en la hostería de Becerra apenas se puso el sol, tan desenvuelto y cordial como siempre, abrazando al capitán, dedicándome una cariñosa cachetada, y reclamando a voces vino de calidad, una cena en condiciones y un cuarto cómodo para charlar con sus amigos (…)Álvaro de la Marca prosiguió su relato. Aletargada por los beneficios del comercio ultramarino, Sevilla, como el resto de España, era incapaz de sostener industria propia. Muchos naturales de otros países habían logrado establecerse, y con su tenacidad y su trabajo eran ahora imprescindibles. Eso les daba una situación de privilegio como intermediarios entre España y toda la Europa contra la que nos hallábamos en guerra. La paradoja era que mientras se combatía a Inglaterra, a Francia, a Dinamarca, al Turco y a las provincias rebeldes, se les compraba al mismo tiempo, mediante terceros, mercaderías, jarcia, alquitrán, velas y otros géneros necesarios tanto en la Península como al otro lado del Atlántico. El oro de las Indias escapaba así para financiar ejércitos y naves que nos combatían. Era un secreto a voces, pero nadie cortaba aquel tráfico porque todos se beneficiaban. Incluso el Rey.

-El resultado salta a la vista: España se va al diablo. Todos roban, trampean, mienten y ninguno paga lo que debe.

-Y además se jactan de ello -apuntó Quevedo.

-Además.

En ese panorama, prosiguió Guadalmedina, el contrabando de oro y de plata era decisivo. Los tesoros importados por particulares solían declararse en la mitad de su valor, merced a la complicidad de los aduaneros y empleados de la Casa de Contratación.

Con cada flota llegaba una fortuna que se perdía en bolsillos privados o terminaba en Londres, Ámsterdam, París o Génova.

Ese contrabando lo practicaban con entusiasmo extranjeros y españoles, comerciantes, funcionarios, generales de flotas, almirantes, pasajeros, marineros, militares y eclesiásticos. Era ilustrativo el escándalo del obispo Pérez de Espinosa, quien al fallecer un par de años antes en Sevilla había dejado quinientos mil reales y sesenta y dos lingotes de oro, que fueron embargados por la Corona al averiguarse que procedían de las Indias sin pasar aduana.

-Aparte de mercancías diversas -añadió el aristócrata-, se calcula que la flota que está a punto de llegar trae veinte millones de reales en plata de Zacatecas y Potosí, entre el tesoro del Rey y de los particulares... Y también ochenta quintales de oro en barras.

-Es sólo la cantidad oficial -precisó Quevedo.

-Así es. De la plata se calcula que una cuarta parte más viene de contrabando. En cuanto al oro, casi todo pertenece al tesoro real... Pero uno de los galeones trae una carga clandestina de lingotes. Una carga que nadie ha declarado.

Se detuvo Álvaro de la Marca y bebió un largo trago para dejar espacio a que el capitán Alatriste asumiera bien la idea. Quevedo había sacado una cajita de tabaco en polvo, del que aspiró una pizca por la nariz. Luego de estornudar discretamente, se limpió con un pañizuelo arrugado que extrajo de una manga.

-El barco se llama Virgen de Regla -continuó al fin Guadalmedina-. Es un galeón de dieciséis cañones, propiedad del duque de Medina Sidonia y fletado por un comerciante genovés de Sevilla que se llama Jerónimo Garaffa... A la ida transporta mercancías diversas, azogue de Almadén para las minas de plata y bulas papales; y a la vuelta, todo cuanto pueden meterle dentro. Y puede meterse mucho, entre otras cosas porque está averiguado que su desplazamiento oficial es de novecientos toneles de a veintisiete arrobas, cuando en realidad los trucos de su construcción le dan una capacidad de mil cuatrocientos...

El Virgen de Regla, prosiguió, venía con la flota, y su carga declarada incluía ámbar líquido, cochinilla, lana y cueros con destino a los comerciantes de Cádiz y Sevilla. También cinco millones de reales de plata acuñados -dos tercios eran propiedad de particulares -, y mil quinientos lingotes de oro destinados al tesoro real.

-Buen botín para piratas -apuntó Quevedo.

-Sobre todo si consideramos que en la flota de este año vienen otras cuatro naves con cargas parecidas -Guadalmedina miró al capitán entre el humo de su pipa-... ¿Comprendes por qué los ingleses estaban interesados en Cádiz?

-¿Y cómo lo saben los ingleses?

-Diablos, Alatriste. ¿No lo sabemos nosotros?... Si con dinero puede comprarse hasta la salvación del alma, imagínate el resto. Te veo algo ingenuo esta noche. ¿Dónde has estado los últimos años?... ¿En Flandes, o en el limbo?

Alatriste se sirvió más vino y no dijo nada. Sus ojos se posaron en Quevedo, que amagó una sonrisa y encogió los hombros. Es lo que hay, decía el gesto. Y nunca hubo otra cosa.

-En cualquier caso -estaba diciendo Guadalmedina-, importa poco lo que el galeón traiga declarado. Sabemos que carga más plata de contrabando, por un valor aproximado de un millón de reales; aunque en este caso también la plata es lo de menos. Lo importante es que el Virgen de Regla trae en sus bodegas otras dos mil barras de oro sin declarar -apuntó al capitán con el caño de la pipa-... ¿Sabes lo que esa carga clandestina vale, tirando muy por lo bajo?

-No tengo la menor idea.

-Pues vale doscientos mil escudos de oro.

El capitán se miró las manos inmóviles sobre la mesa. Calculaba en silencio.

-Cien millones de maravedís -murmuró.

-Exacto -Guadalmedina se reía-. Todos sabemos lo que vale un escudo.

Alatriste alzó la cabeza para observar con fijeza al aristócrata.

-Vuestra merced se equivoca -dijo-... No todos lo saben como lo sé yo.

Guadalmedina abrió la boca, sin duda para una nueva chanza, pero la expresión helada de mi amo pareció disuadirlo en el acto.                  

Conocíamos que el capitán Alatriste había matado hombres por la diez milésima parte de tal cantidad. Sin duda en ese momento imaginaba, igual que yo mismo, cuántos ejércitos podían comprarse con semejante suma. Cuántos arcabuces, cuántas vidas y cuántos muertos. Cuántas voluntades y cuántas conciencias.

Se oyó un carraspeo de Quevedo, y luego el poeta recitó, grave y lento, en voz baja:

Toda esta vida es hurtar,

no es el ser ladrón afrenta,

que como este mundo es venta,

en él es propio el robar.

Nadie verás castigar

porque hurta plata o cobre:

que al que azotan es por pobre.

Después de eso hubo un silencio incómodo. Álvaro de la Marca miraba su pipa. Al fin la puso sobre la mesa.

                                                           Arturo Pérez-Reverte

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