Espero que os guste esta nueva lectura donde se recrea el auge de las ciudades en la etapa final de la Edad Media.
FRAGMENTO DE LA CATEDRAL DEL MAR
La ciudad se extendía a sus pies.
—Mira, Arnau —le dijo Bernat al niño, que dormía
plácidamente pegado a su pecho—, Barcelona. Allí seremos
libres.
Desde su huida con Arnau, Bernat no había dejado de
pensar en aquella ciudad, la gran esperanza de todos los
siervos. Bernat los había oído hablar de ella cuando iban a
trabajar las tierras del señor o a reparar las murallas del
castillo o a hacer cualquier otro trabajo que el señor de
Bellera necesitara. Pendientes siempre de que el alguacil o
los soldados no los oyesen, sus susurros sólo despertaron
en Bernat simple curiosidad. Él era feliz con sus tierras y
jamás hubiera abandonado a su padre. Tampoco habría
podido huir con él. Sin embargo, tras perder sus tierras,
cuando por las noches, en el interior de la gruta de los
Estanyol, miraba cómo dormía su hijo, aquellos comentarios
habían ido cobrando vida hasta resonar en el interior de la
cueva.
«Si se logra vivir en ella un año y un día sin ser
detenido por el señor —recordaba haber escuchado—, se
adquiere la carta de vecindad y se alcanza la libertad.» En
aquella ocasión todos los siervos guardaron silencio. Bernat
los miró: algunos tenían los ojos cerrados y los labios
apretados, otros negaban con la cabeza y los demás
sonreían, mirando hacia el cielo.
—Y ¿sólo hay que vivir en la ciudad? —rompió el
silencio un muchacho, uno de los que habían mirado al
cielo, soñando a buen seguro con romper las cadenas que lo
ataban a la tierra—. ¿Por qué en Barcelona se puede ganar
la libertad?
El más anciano le contestó pausadamente:
—Sí, no hace falta nada más. Sólo vivir en ella
durante ese tiempo. —El muchacho, con los ojos brillantes,
lo instó a continuar—. Barcelona es muy rica. Durante
muchos años, desde Jaime el Conquistador hasta Pedro el
Grande, los reyes han solicitado dinero a la ciudad para sus
guerras o para sus cortes. Durante todos esos años, los
ciudadanos de Barcelona han concedido esos dineros pero a
cambio de privilegios especiales, hasta que el propio Pedro
el Grande, en guerra contra Sicilia, los plasmó en un
código... —El anciano titubeó—. Recognoverunt proceres,
creo que se llama. Es ahí donde se dice que podemos
alcanzar la libertad. Barcelona necesita trabajadores,
trabajadores libres.
Al día siguiente, aquel muchacho no acudió a la hora
marcada por el señor. Y tampoco lo hizo al siguiente. Su
padre, en cambio, seguía trabajando en silencio. Al cabo de
tres meses, lo trajeron encadenado, andando delante del
látigo; sin embargo, todos creyeron ver un destello de orgullo
en sus ojos.
Desde lo alto de la sierra de Collserola, en la antigua
vía romana que unía Ampurias con Tarragona, Bernat
contempló la libertad y... ¡el mar! Jamás había visto, ni había
imaginado, aquella inmensidad que parecía no tener fin.
Sabía que allende aquel mar existían tierras catalanas, eso
decían los mercaderes, pero... era la primera vez que se
encontraba con algo de lo que no podía ver el final. «Detrás
de aquella montaña. Tras cruzar aquel río.» Siempre podía
señalar el lugar, indicar un punto al extranjero que
preguntaba... Oteó el horizonte que se unía con las aguas.
Permaneció unos instantes con la vista fija en la lejanía
mientras acariciaba la cabeza de Arnau, aquellos cabellos
rebeldes que le habían crecido en el monte.
Después dirigió la vista hacia donde el mar se fundía
con la tierra. Cinco barcos destacaban cerca de la orilla,
junto al islote de Maians. Hasta ese día Bernat sólo había
visto dibujos de barcos. A su derecha se alzaba la montaña
de Montjuïc, también lamiendo el mar; a los pies de su falda,
campos y llanos y, después, Barcelona. Desde el centro de
la ciudad, donde se alzaba el mons Taber, un pequeño
promontorio, cientos de construcciones se derramaban en
derredor; algunas bajas, engullidas por sus vecinas, y otras
majestuosas: palacios, iglesias, monasterios... Bernat se
preguntaba cuánta gente debía de vivir allí. Porque de
repente Barcelona terminaba. Era como una colmena
rodeada de murallas, salvo por el lado del mar, y más allá de
las murallas sólo campos. Cuarenta mil personas, había
oído decir.
—¿Cómo nos van a encontrar entre cuarenta mil
personas? —murmuró mirando a Arnau—.Tú serás libre,
hijo.
Allí podrían esconderse. Buscaría a su hermana. Pero
Bernat sabía que antes tenía que cruzar las puertas. ¿Y si el
señor de Bellera había dado su descripción? Aquel lunar...
Lo había pensado a lo largo de las tres noches de camino
desde el monte. Se sentó en el suelo y agarró una liebre que
había cazado con la ballesta. La degolló y dejó que la sangre
cayera en la palma de su mano, donde tenía un pequeño
montoncito de arena. Revolvió la sangre y la arena, y
cuando la mezcla empezó a secarse se la extendió sobre el
ojo derecho. Después guardó la liebre en el saco.
Cuando notó que la pasta estaba seca y que no podía
abrir el ojo, inició el descenso en dirección al portal de Santa
Anna, en la parte más septentrional de la muralla occidental.
La gente hacía cola en el camino para acceder a la ciudad.
Bernat se sumó a ella, arrastrando los pies, con discreción,
sin dejar de acariciar al niño, que ya estaba despierto. Un
campesino descalzo y encogido bajo un enorme saco de
nabos volvió la cabeza hacia él. Bernat le sonrió.
—¡Lepra! —gritó el campesino, dejando caer el saco
y apartándose de un salto del camino.
Bernat vio cómo toda la cola, hasta la puerta,
desaparecía hacia los márgenes del camino, unos a un lado,
otros a otro; se alejaron de él y dejaron el acceso a la ciudad
sembrado de objetos y comida, varios carretones y algunas
vacas. Y en medio de todo ello, los ciegos que solían pedir
junto al portal de Santa Anna se movían entre gritos.
Arnau empezó a llorar, y Bernat vio que los soldados
desenvainaban las espadas y cerraban las puertas.
—¡Ve a la leprosería! —le gritó alguien desde lejos.
—¡No es lepra! —protestó Bernat—. Me clavé una
rama en el ojo. ¡Mirad! —Bernat alzó las manos y las movió.
Después, dejó a Arnau en el suelo y empezó a desnudarse—
. ¡Mirad! —repitió mostrando todo su cuerpo, fuerte, entero y
sin mácula, sin una sola llaga o señal—. ¡Mirad! Sólo soy un
campesino, pero necesito un médico para que me cure el
ojo; si no, no podré seguir trabajando.
Uno de los soldados se le acercó. El oficial tuvo que
empujarlo por la espalda. Se detuvo a unos pasos de Bernat
y lo observó.
—Vuélvete —le indicó, haciendo un movimiento
rotatorio con el dedo.
Bernat obedeció. El soldado se volvió hacia el oficial y
negó con la cabeza. Desde la puerta, con una espada, le
señalaron el bulto que estaba a los pies de Bernat.
—¿Y el niño?
Bernat se agachó para recoger a Arnau. Lo desnudó
con la parte derecha de la cara pegada a su pecho y lo
mostró horizontalmente, como si lo ofreciese, agarrándolo
por la cabeza; con los dedos le tapó el lunar.
El soldado volvió a negar mirando hacia la puerta.
—Tápate esa herida, campesino —dijo—; de lo
contrario, no lograrás dar un paso en la ciudad.
La gente volvió al camino. Las puertas de Santa Anna
se abrieron de nuevo y el campesino de los nabos recogió su
saco sin mirar a Bernat.
Este cruzó el portal con el ojo derecho tapado con
una camisa de Arnau. Los soldados lo siguieron con la
mirada, pero ahora ¿cómo no iba a llamar la atención con
una camisa cubriéndole medio rostro? Dejó la colegiata de
Santa Anna a la izquierda y siguió andando tras la gente que
se adentraba en la ciudad. Girando a la derecha, llegó hasta
la plaza de Santa Anna. Caminaba cabizbajo... Los
campesinos empezaron a desperdigarse por la ciudad; los
pies descalzos, las abarcas y las esparteñas fueron
desapareciendo y Bernat se encontró mirando unas piernas
cubiertas con medias de seda de color rojo como el fuego
que terminaban en unos zapatos verdes de tela fina, sin
suela, ajustados a los pies y acabados en punta, en una
punta tan larga que de ella salía una cadenita de oro que se
abrazaba al tobillo.
Sin pensarlo, levantó la mirada y se topó con un
hombre tocado con sombrero. Lucía una vestidura negra
decorada con hilos de oro y plata, un cinturón también
bordado en oro y correajes de perlas y piedras preciosas.
Bernat se lo quedó mirando con la boca abierta. El hombre
se volvió hacia el joven pero dirigió la vista más allá de él,
como si no existiera.
Bernat titubeó, volvió a bajar los ojos y suspiró
aliviado al ver que no le había prestado la menor atención.
Recorrió la calle hasta la catedral, que estaba en
construcción, y poco a poco empezó a levantar la cabeza.
Nadie lo miraba. Durante un buen rato estuvo observando
cómo trabajaban los peones de la seo: picaban piedra, se
desplazaban por los altos andamios que la rodeaban,
levantaban enormes bloques de piedra con poleas... Arnau
reclamó su atención con un ataque de llanto.
—Buen hombre —le dijo a un operario que pasaba
cerca de él—, ¿cómo puedo encontrar el barrio de los
alfareros? —Su hermana Guiamona se había casado con
uno de ellos.
—Sigue por esta misma calle —le contestó el hombre
atropelladamente—, hasta que llegues a la próxima plaza, la
de Sant Jaume. Allí verás una fuente; dobla a la derecha y
continúa hasta que llegues a la muralla nueva, al portal de la
Boquería. No salgas al arrabal. Camina junto a la muralla en
dirección al mar hasta el siguiente portal, el de Trentaclaus.
Allí está el barrio de los alfareros. Bernat trató en vano de
asimilar todos aquellos nombres, pero cuando iba a volver a
preguntar, el hombre ya había desaparecido. —Sigue por
esta misma calle hasta la plaza de Sant Jaume —le repitió a
Arnau—. De eso me acuerdo.Y una vez en la plaza volvemos
a doblar a la derecha, de eso también nos acordamos,
¿verdad, hijo mío?
Arnau siempre dejaba de llorar cuando oía la voz de
su padre.
—Y ¿ahora? -dijo en voz alta. Se encontraba en una
nueva plaza, la de Sant Miquel-. Aquel hombre sólo hablaba
de una plaza, pero no podemos habernos equivocado. —
Bernat intentó preguntar a un par de personas pero ninguna
se detuvo—.Todos tienen prisa —le comentaba a Arnau justo
cuando vio a un hombre parado frente a la entrada de... ¿un
castillo?
—Aquél no parece tener prisa; quizá... Buen
hombre... —lo llamó por la espalda tocándole la chilaba
negra.
Hasta Arnau, fuertemente agarrado a su pecho, dio
un respingo cuando el hombre se volvió, tal fue el sobresalto
de Bernat.
El anciano judío negó cansinamente con la cabeza.
Aquello era lo que conseguían las encendidas prédicas de
los sacerdotes cristianos.
—Dime —le dijo.
Bernat no pudo apartar la vista de la rodela roja y
amarilla que cubría el pecho del anciano. Luego miró hacia
el interior de lo que le había parecido un castillo amurallado.
¡Todos cuantos entraban y salían eran judíos! Todos llevaban
aquella señal. ¿Estaba permitido hablar con ellos?
—¿Querías algo? —insistió el anciano.
—¿Có... cómo se llega al barrio de los alfareros?
—Sigue recto toda esta calle —le indicó el anciano
con la mano— y llegarás al portal de la Boquería. Continúa
por la muralla hacia el mar, y en la siguiente puerta está el
barrio que buscas.
Al fin y al cabo, los curas sólo habían advertido de
que no se podían tener relaciones carnales con ellos; por
eso la Iglesia los obligaba a llevar la rodela, para que nadie
pudiera alegar ignorancia sobre la condición de cualquier
judío. Los curas siempre hablaban de ellos con exaltación, y
sin embargo aquel anciano...
—Gracias, buen hombre —contestó Bernat
esbozando una sonrisa.
—Gracias a ti —le contestó él—, pero en lo sucesivo
procura que no te vean hablar con uno de nosotros..., y
menos sonreírles. —El viejo frunció los labios en una mueca
de tristeza.
En el portal de la Boquería , Bernat se topó con un
nutrido grupo de mujeres que compraban carne: menudillos
y macho cabrío. Durante unos instantes observó cómo éstas
comprobaban la mercancía y discutían con los tenderos.
«Ésta es la carne que tantos problemas ocasiona a nuestro
señor», le dijo al niño. Después se rió al pensar en Llorenç
de Bellera. ¡Cuántas veces lo había visto intentar amedrentar
a los pastores y ganaderos que abastecían de carne a la
ciudad condal! Pero sólo se atrevía a eso, a amedrentarlos
con sus caballos y sus soldados; quienes llevaban ganado a
Barcelona, donde sólo podían entrar animales vivos, tenían
derecho de pasto en todo el principado.
Bernat rodeó el mercado y bajó hacia Trentaclaus.
Las calles eran más anchas y, a medida que se acercaba al
portal, observó que, delante de las casas, se secaban al sol
docenas de objetos de cerámica: platos, escudillas, ollas,
jarras o ladrillos.
—Busco la casa de Grau Puig —le dijo a uno de los
soldados que vigilaban el portal.
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