martes, 6 de diciembre de 2011

LA CATEDRAL DEL MAR

La Catedral del Mar  de Ildefonso Falcones cuenta la historia de Arnau, un siervo de la tierra que huye de los abusos de su señor feudal y se refugia en la ciudad de Barcelona, donde se convierte en hombre libre. Transcurría el s. XIV y la ciudad de Barcelona se encontraba en su momento de mayor prosperidad. Sus habitantes deciden construir, con el dinero de unos y el esfuerzo de otros, la catedral gótica de Santa María del Mar. El joven Arnau trabaja como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Una vida extenuante, siempre al amparo de la Catedral del Mar.

Espero que os guste esta nueva lectura donde se recrea el auge de las ciudades en la  etapa final de la Edad Media.



FRAGMENTO DE LA CATEDRAL DEL MAR



La ciudad se extendía a sus pies.                                                

—Mira, Arnau —le dijo Bernat al niño, que dormía

plácidamente pegado a su pecho—, Barcelona. Allí seremos

libres.

Desde su huida con Arnau, Bernat no había dejado de

pensar en aquella ciudad, la gran esperanza de todos los

siervos. Bernat los había oído hablar de ella cuando iban a

trabajar las tierras del señor o a reparar las murallas del

castillo o a hacer cualquier otro trabajo que el señor de

Bellera necesitara. Pendientes siempre de que el alguacil o

los soldados no los oyesen, sus susurros sólo despertaron

en Bernat simple curiosidad. Él era feliz con sus tierras y

jamás hubiera abandonado a su padre. Tampoco habría

podido huir con él. Sin embargo, tras perder sus tierras,

cuando por las noches, en el interior de la gruta de los

Estanyol, miraba cómo dormía su hijo, aquellos comentarios

habían ido cobrando vida hasta resonar en el interior de la

cueva.

«Si se logra vivir en ella un año y un día sin ser

detenido por el señor —recordaba haber escuchado—, se

adquiere la carta de vecindad y se alcanza la libertad.» En

aquella ocasión todos los siervos guardaron silencio. Bernat

los miró: algunos tenían los ojos cerrados y los labios

apretados, otros negaban con la cabeza y los demás

sonreían, mirando hacia el cielo.

—Y ¿sólo hay que vivir en la ciudad? —rompió el

silencio un muchacho, uno de los que habían mirado al

cielo, soñando a buen seguro con romper las cadenas que lo

ataban a la tierra—. ¿Por qué en Barcelona se puede ganar

la libertad?

El más anciano le contestó pausadamente:

—Sí, no hace falta nada más. Sólo vivir en ella

durante ese tiempo. —El muchacho, con los ojos brillantes,

lo instó a continuar—. Barcelona es muy rica. Durante

muchos años, desde Jaime el Conquistador hasta Pedro el

Grande, los reyes han solicitado dinero a la ciudad para sus

guerras o para sus cortes. Durante todos esos años, los

ciudadanos de Barcelona han concedido esos dineros pero a

cambio de privilegios especiales, hasta que el propio Pedro

el Grande, en guerra contra Sicilia, los plasmó en un

código... —El anciano titubeó—. Recognoverunt proceres,

creo que se llama. Es ahí donde se dice que podemos

alcanzar la libertad. Barcelona necesita trabajadores,

trabajadores libres.

Al día siguiente, aquel muchacho no acudió a la hora

marcada por el señor. Y tampoco lo hizo al siguiente. Su

padre, en cambio, seguía trabajando en silencio. Al cabo de

tres meses, lo trajeron encadenado, andando delante del

látigo; sin embargo, todos creyeron ver un destello de orgullo

en sus ojos.

Desde lo alto de la sierra de Collserola, en la antigua

vía romana que unía Ampurias con Tarragona, Bernat

contempló la libertad y... ¡el mar! Jamás había visto, ni había

imaginado, aquella inmensidad que parecía no tener fin.

Sabía que allende aquel mar existían tierras catalanas, eso

decían los mercaderes, pero... era la primera vez que se

encontraba con algo de lo que no podía ver el final. «Detrás

de aquella montaña. Tras cruzar aquel río.» Siempre podía

señalar el lugar, indicar un punto al extranjero que

preguntaba... Oteó el horizonte que se unía con las aguas.

Permaneció unos instantes con la vista fija en la lejanía

mientras acariciaba la cabeza de Arnau, aquellos cabellos

rebeldes que le habían crecido en el monte.

Después dirigió la vista hacia donde el mar se fundía

con la tierra. Cinco barcos destacaban cerca de la orilla,

junto al islote de Maians. Hasta ese día Bernat sólo había

visto dibujos de barcos. A su derecha se alzaba la montaña

de Montjuïc, también lamiendo el mar; a los pies de su falda,

campos y llanos y, después, Barcelona. Desde el centro de

la ciudad, donde se alzaba el mons Taber, un pequeño

promontorio, cientos de construcciones se derramaban en

derredor; algunas bajas, engullidas por sus vecinas, y otras

majestuosas: palacios, iglesias, monasterios... Bernat se

preguntaba cuánta gente debía de vivir allí. Porque de

repente Barcelona terminaba. Era como una colmena

rodeada de murallas, salvo por el lado del mar, y más allá de

las murallas sólo campos. Cuarenta mil personas, había

oído decir.

—¿Cómo nos van a encontrar entre cuarenta mil

personas? —murmuró mirando a Arnau—.Tú serás libre,

hijo.

Allí podrían esconderse. Buscaría a su hermana. Pero

Bernat sabía que antes tenía que cruzar las puertas. ¿Y si el

señor de Bellera había dado su descripción? Aquel lunar...

Lo había pensado a lo largo de las tres noches de camino

desde el monte. Se sentó en el suelo y agarró una liebre que

había cazado con la ballesta. La degolló y dejó que la sangre

cayera en la palma de su mano, donde tenía un pequeño

montoncito de arena. Revolvió la sangre y la arena, y

cuando la mezcla empezó a secarse se la extendió sobre el

ojo derecho. Después guardó la liebre en el saco.

Cuando notó que la pasta estaba seca y que no podía

abrir el ojo, inició el descenso en dirección al portal de Santa

Anna, en la parte más septentrional de la muralla occidental.

La gente hacía cola en el camino para acceder a la ciudad.

Bernat se sumó a ella, arrastrando los pies, con discreción,

sin dejar de acariciar al niño, que ya estaba despierto. Un

campesino descalzo y encogido bajo un enorme saco de

nabos volvió la cabeza hacia él. Bernat le sonrió.

—¡Lepra! —gritó el campesino, dejando caer el saco

y apartándose de un salto del camino.

Bernat vio cómo toda la cola, hasta la puerta,

desaparecía hacia los márgenes del camino, unos a un lado,

otros a otro; se alejaron de él y dejaron el acceso a la ciudad

sembrado de objetos y comida, varios carretones y algunas

vacas. Y en medio de todo ello, los ciegos que solían pedir

junto al portal de Santa Anna se movían entre gritos.

Arnau empezó a llorar, y Bernat vio que los soldados

desenvainaban las espadas y cerraban las puertas.

—¡Ve a la leprosería! —le gritó alguien desde lejos.

—¡No es lepra! —protestó Bernat—. Me clavé una

rama en el ojo. ¡Mirad! —Bernat alzó las manos y las movió.

Después, dejó a Arnau en el suelo y empezó a desnudarse—

. ¡Mirad! —repitió mostrando todo su cuerpo, fuerte, entero y

sin mácula, sin una sola llaga o señal—. ¡Mirad! Sólo soy un

campesino, pero necesito un médico para que me cure el

ojo; si no, no podré seguir trabajando.

Uno de los soldados se le acercó. El oficial tuvo que

empujarlo por la espalda. Se detuvo a unos pasos de Bernat

y lo observó.

—Vuélvete —le indicó, haciendo un movimiento

rotatorio con el dedo.

Bernat obedeció. El soldado se volvió hacia el oficial y

negó con la cabeza. Desde la puerta, con una espada, le

señalaron el bulto que estaba a los pies de Bernat.

—¿Y el niño?

Bernat se agachó para recoger a Arnau. Lo desnudó

con la parte derecha de la cara pegada a su pecho y lo

mostró horizontalmente, como si lo ofreciese, agarrándolo

por la cabeza; con los dedos le tapó el lunar.

El soldado volvió a negar mirando hacia la puerta.

—Tápate esa herida, campesino —dijo—; de lo

contrario, no lograrás dar un paso en la ciudad.

La gente volvió al camino. Las puertas de Santa Anna

se abrieron de nuevo y el campesino de los nabos recogió su

saco sin mirar a Bernat.

Este cruzó el portal con el ojo derecho tapado con

una camisa de Arnau. Los soldados lo siguieron con la

mirada, pero ahora ¿cómo no iba a llamar la atención con

una camisa cubriéndole medio rostro? Dejó la colegiata de

Santa Anna a la izquierda y siguió andando tras la gente que

se adentraba en la ciudad. Girando a la derecha, llegó hasta

la plaza de Santa Anna. Caminaba cabizbajo... Los

campesinos empezaron a desperdigarse por la ciudad; los

pies descalzos, las abarcas y las esparteñas fueron

desapareciendo y Bernat se encontró mirando unas piernas

cubiertas con medias de seda de color rojo como el fuego

que terminaban en unos zapatos verdes de tela fina, sin

suela, ajustados a los pies y acabados en punta, en una

punta tan larga que de ella salía una cadenita de oro que se

abrazaba al tobillo.

Sin pensarlo, levantó la mirada y se topó con un

hombre tocado con sombrero. Lucía una vestidura negra

decorada con hilos de oro y plata, un cinturón también

bordado en oro y correajes de perlas y piedras preciosas.

Bernat se lo quedó mirando con la boca abierta. El hombre

se volvió hacia el joven pero dirigió la vista más allá de él,

como si no existiera.

Bernat titubeó, volvió a bajar los ojos y suspiró

aliviado al ver que no le había prestado la menor atención.

Recorrió la calle hasta la catedral, que estaba en

construcción, y poco a poco empezó a levantar la cabeza.

Nadie lo miraba. Durante un buen rato estuvo observando

cómo trabajaban los peones de la seo: picaban piedra, se

desplazaban por los altos andamios que la rodeaban,

levantaban enormes bloques de piedra con poleas... Arnau

reclamó su atención con un ataque de llanto.

—Buen hombre —le dijo a un operario que pasaba

cerca de él—, ¿cómo puedo encontrar el barrio de los

alfareros? —Su hermana Guiamona se había casado con

uno de ellos.

—Sigue por esta misma calle —le contestó el hombre

atropelladamente—, hasta que llegues a la próxima plaza, la

de Sant Jaume. Allí verás una fuente; dobla a la derecha y

continúa hasta que llegues a la muralla nueva, al portal de la

Boquería. No salgas al arrabal. Camina junto a la muralla en

dirección al mar hasta el siguiente portal, el de Trentaclaus.

Allí está el barrio de los alfareros. Bernat trató en vano de

asimilar todos aquellos nombres, pero cuando iba a volver a

preguntar, el hombre ya había desaparecido. —Sigue por

esta misma calle hasta la plaza de Sant Jaume —le repitió a

Arnau—. De eso me acuerdo.Y una vez en la plaza volvemos

a doblar a la derecha, de eso también nos acordamos,

¿verdad, hijo mío?

Arnau siempre dejaba de llorar cuando oía la voz de

su padre.

—Y ¿ahora? -dijo en voz alta. Se encontraba en una

nueva plaza, la de Sant Miquel-. Aquel hombre sólo hablaba

de una plaza, pero no podemos habernos equivocado. —

Bernat intentó preguntar a un par de personas pero ninguna

se detuvo—.Todos tienen prisa —le comentaba a Arnau justo

cuando vio a un hombre parado frente a la entrada de... ¿un

castillo?

—Aquél no parece tener prisa; quizá... Buen

hombre... —lo llamó por la espalda tocándole la chilaba

negra.

Hasta Arnau, fuertemente agarrado a su pecho, dio

un respingo cuando el hombre se volvió, tal fue el sobresalto

de Bernat.

El anciano judío negó cansinamente con la cabeza.

Aquello era lo que conseguían las encendidas prédicas de

los sacerdotes cristianos.

—Dime —le dijo.

Bernat no pudo apartar la vista de la rodela roja y

amarilla que cubría el pecho del anciano. Luego miró hacia

el interior de lo que le había parecido un castillo amurallado.

¡Todos cuantos entraban y salían eran judíos! Todos llevaban

aquella señal. ¿Estaba permitido hablar con ellos?

—¿Querías algo? —insistió el anciano.

—¿Có... cómo se llega al barrio de los alfareros?

—Sigue recto toda esta calle —le indicó el anciano

con la mano— y llegarás al portal de la Boquería. Continúa

por la muralla hacia el mar, y en la siguiente puerta está el

barrio que buscas.

Al fin y al cabo, los curas sólo habían advertido de

que no se podían tener relaciones carnales con ellos; por

eso la Iglesia los obligaba a llevar la rodela, para que nadie

pudiera alegar ignorancia sobre la condición de cualquier

judío. Los curas siempre hablaban de ellos con exaltación, y

sin embargo aquel anciano...

—Gracias, buen hombre —contestó Bernat

esbozando una sonrisa.

—Gracias a ti —le contestó él—, pero en lo sucesivo

procura que no te vean hablar con uno de nosotros..., y

menos sonreírles. —El viejo frunció los labios en una mueca

de tristeza.

En el portal de la Boquería, Bernat se topó con un

nutrido grupo de mujeres que compraban carne: menudillos

y macho cabrío. Durante unos instantes observó cómo éstas

comprobaban la mercancía y discutían con los tenderos.

«Ésta es la carne que tantos problemas ocasiona a nuestro

señor», le dijo al niño. Después se rió al pensar en Llorenç

de Bellera. ¡Cuántas veces lo había visto intentar amedrentar

a los pastores y ganaderos que abastecían de carne a la

ciudad condal! Pero sólo se atrevía a eso, a amedrentarlos

con sus caballos y sus soldados; quienes llevaban ganado a

Barcelona, donde sólo podían entrar animales vivos, tenían

derecho de pasto en todo el principado.

Bernat rodeó el mercado y bajó hacia Trentaclaus.

Las calles eran más anchas y, a medida que se acercaba al

portal, observó que, delante de las casas, se secaban al sol

docenas de objetos de cerámica: platos, escudillas, ollas,

jarras o ladrillos.

—Busco la casa de Grau Puig —le dijo a uno de los

soldados que vigilaban el portal.

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