miércoles, 21 de diciembre de 2011

EL CAMINO DE SANTIAGO

Como  prometí, os dejo varios fragmentos de este cuento  de Alejo Carpentier, gran escritor cubano ya fallecido que nos ha dejado una importantísima obra (novelas, ensayos...). Espero que vuestra afición a la lectura vaya aumentando con el tiempo y que tengáis la oportunidad de leer más la obra de este gran escritor.
En estos fragmentos del cuento "El Camino de Santiago"  se narran historias relacionadas con algunos de los acontecimientos históricos que estamos estudiando. Espero que os guste.
También tenéis estos enlaces de videos sobre el Camino de Santiago.
FELIZ NAVIDAD
http://www.youtube.com/watch?v=dWIvKd2Lhy0&feature=relmfu
http://www.youtube.com/watch?v=R4L5XSLEyuk

                          EL CAMINO DE SANTIAGO

Creyóse, en un comienzo, que el mal era de bubas, lo cual no era raro en gente
venida de Italia. Pero, cuando aparecieron fiebres que no eran tercianas, y
cinco soldados de la compañía se fueron en vómitos de sangre, Juan empezó a
tener miedo. A todas horas se palpaba los ganglios donde suele hincharse el
humor del mal francés, esperando encontrárselos como rosario de nueces. Y a
pesar de que el cirujano se mostraba dudoso en cuanto a pronunciar el nombre
de una enfermedad que no se veía en Flandes desde hacía mucho tiempo a
causa de la humedad del aire, sus andanzas por el reino de Nápoles le hacían
columbrar que aquello era peste, y de las peores. Pronto supo que todos los
marineros del barco de los naranjos enanos yacían en sus camastros,
maldiciendo la hora en que hubieran respirado los aires de Las Palmas, donde
el mal, traído por cautivos rescatados de Argel, derribaba las gentes en las
calles, como fulminadas por el rayo. Y como si el temor al azote fuese poco, la
parte de la ciudad donde se alojaba la compañía se había llenado de ratas.
Juan recordaba, como alimaña de mal agüero, aquella rata hedionda y
rabipelada, a la que había fallado por un palmo, en la pedrada, y que debía ser
algo así como el abanderado, el pastor hereje, de la horda que corría por los
patios, se colaba en los almacenes, y acababa con todos los quesos de aquella
orilla. El aposentador del soldado, pescadero con trazas de luterano, se
desesperaba, cada mañana, al encontrar sus arenques medio comidos, alguna
raya con la cola de menos y la lamprea en el hueso, cuando un bicho inmundo
no estaba ahogado, de panza arriba, en el vivero de las anguilas. Había que
ser cangrejo o almeja, para resistir al hambre asiática de aquellas ratas
llagadas y purulentas, venidas de sabe Dios qué Isla de las Especias, que roían
hasta el correaje de las corazas y el cuero de las monturas, y hasta profanaban
las hostias sin consagrar del capellán de la compañía. Cuando un aire frío,
bajado de los pastos anegados, hacía tiritar el soldado en el desván bajo
pizarra que tenía por alojamiento, se dejaba caer en su catre, gimoteando que
ya se le abrasaba el pecho y le dolían las bubas, y que la muerte sería buen
castigo por haber dejado la enseñanza de los cantos que se destinan a la gloria
de Nuestro Señor, para meterse a tambor de tropa, que eso no era arte de
cantar motetes, ni ciencia del Cuadrivio, sino música de zambombas,
pandorgas y castrapuercos, como la tocaban, en cualquier alegría de Corpus,
los mozos de su pueblo. Pero, con un parche y un par de vaquetas se podía
correr el mundo, del Reino de Nápoles al de Flandes, marcando el compás de
la marcha, junto al trompeta y al pífano de boj. Y como Juan no se sentía con
alma de clérigo ni de chantre, había trocado el probable honor de llegar a
ingresar, algún día, en la clase del maestro Ciruelo, en Alcalá, por seguir al
primer capitán de leva que le pusiera tres reales de a ocho en la mano,
prometiéndole gran regocijo de mujeres, vinos y naipes, en la profesión militar.
Ahora que había visto mundo, comprendía la vanidad de las apetencias que
tantas lágrimas costaran a su santa madre. De nada le había servido repicar la
carga en el fuego de tres batallas, desafiando el trueno de las lombardas, si la
muerte estaba aquí, en este desván cuyos ventanales de cristales verdes se
teñían tan tristemente con los fulgores de las antorchas de la ronda, al son de
aquel tambor velado, tan mal tocado por esos flamencos de sangre de lúpulo
que nunca daban cabalmente con el compás. La verdad era que Juan había
gimoteado todo aquello del pecho abrasado y de las bubas hinchadas, para
que Dios, compadecido de quien se creía enfermo, no le mandara cabalmente
la enfermedad. Pero, de súbito, un horrible frío se le metía en el cuerpo. Sin
quitarse las botas, se acostó en el catre, echándose una manta encima, y
encima de la manta un edredón. Pero no era una manta, ni un edredón, sino
todas las mantas de la compañía, todos los edredones de Amberes, los que le
hubiesen sido necesarios, en aquel momento, para que su cuerpo destemplado
hallara el calor que el Rey Salomón viejo tratara de encontrar en el cuerpo de
una doncella. Al verlo temblar de tal suerte, el pescadero, llamado por los
gemidos, había retrocedido con espanto, bajando las escaleras llenas de ratas,
a los gritos de que el mal estaba en la casa, y que esto era castigo de católicos
por tanta simonia y negocios de bulas (...)

 La Vía Láctea, por
 vez primera desde el pasado estío, blanqueaba el firmamento.
—¡El Camino de Santiago!—gimió el soldado, cayendo de rodillas ante su
espada, clavada en el tablado del piso, cuya empuñadura dibujaba el signo de
la cruz.
Por caminos de Francia va el romero, con las manos flacas asidas del bordón,
luciendo la esclavina santificada por hermosas conchas cosidas al cuero, y la
calabaza que sólo carga agua de arroyos. Empieza a colgarle la barba entre las
alas caídas del sombrero peregrino, y ya se le desfleca la estameña del hábito
sobre la piadosa miseria de sandalias que pisaron el suelo de París sin hollar
baldosas de taberna, ni apartarse de la recta vía de Santiago, como no fuera
para admirar de lejos la santa casa de los monjes clunicenses. Duerme Juan
donde le sorprende la noche, convidado a más de una casa por la devoción de
las buenas gentes, aunque cuando sabe de un convento cercano, apura un
poco el paso, para llegar al toque del Angelus, y pedir albergue al lego que
asoma la cara al rastrillo. Luego de dar a besar la venera, se acoge al amparo
de los arcos de la hospedería, donde sus huesos, atribulados por la
enfermedad y las lluvias tempranas que le azotaron el lomo desde Flandes
hasta el Sena, sólo hallan el descanso de duros bancos de piedra. Al día
siguiente parte con el alba, impaciente por llegar, al menos, al Paso de
Roncesvalles, desde donde le parece que el cuerpo le estará menos
quebrantado, por hallarse en tierra de gente de su misma lana. En Tours se le
juntan dos romeros de Alemania, con los que habla por señas. En el Hospital
de San Hilario de Poitiers se encuentra con veinte romeros más, y es ya una
partida la que prosigue la marcha hacia las Landas, dejando atrás el rastrojo
del trigo, para encontrar la madurez de las vides. Aquí todavía es verano,
aunque se cumplen faenas de otoño. El sol demora sobre las copas de los
pinos, que se van apretando cada vez más, y entre alguna uva agarrada al
paso, y los descansos de mediodía que se hacen cada vez más largos, por lo
oloroso de las hierbas y el frescor de las sombras, los romeros se dan a cantar.
Los franceses, en sus coplas, hablan de las buenas cosas a que renunciaron
por cumplir sus votos a Saint Jacques; los alemanes garraspean unos latines
tudescos, que apenas si dejan en claro el Herru Sanctiagu! Got Sanctiagu! En
cuanto a los de Flandes, más concertados, entonan un himno que ya Juan
adorna de contracantos de su invención: "¡Soldado de Cristo, con santas
plegarias, a todos deñendes, de suertes contrarias!"
Y así, caminando despacio, llevando fila de más de ochenta peregrinos, se
llega a Bayona, donde hay buen hospital para espulgarse, poner correas
nuevas a las sandalias, sacarse los piojos entre hermanos, y solicitar algún
remedio para los ojos que muchos, a causa del polvo del camino, traen
legañosos y dañados. Los patios del edificio son hervideros de miserias, con
gente que se rasca las sarnas, muestra los muñones, y se limpia las llagas con
el agua del aljibe. Hay quien carga lamparones que no sanaron ni con el
tocamiento del Rey de Francia, y otro que jinetea un banco para descansar del
estorbo de partes tan hinchadas, que parecen las verijas del gigante
Adamastor. Juan el Romero es de los pocos que no solicitan remedios. El
sudor que tanto le ha pringado el sayal cuando se andaba al sol entre viñas, le
alivió el cuerpo de malos humores. Luego, agradecieron sus pulmones el
bálsamo de los pinos, y ciertas brisas que, a veces, traían el olor del mar. Y
cuando se da el primer baño, con baldes sacados del pozo santificado por la
sed de tantos peregrinos, se siente tan entonado y alegre, que va a
despacharse un jarro de vino a orillas del Adur, confiando en que hay dispensa
para quien corre el peligro de resfriarse luego de haberse mojado la cabeza y
los brazos por primera vez en varias semanas. Cuando regresa al hospital no
es agua clara lo que carga su calabaza, sino tintazo del fuerte, y para beberlo
despacio se adosa a un pilar del atrio. En el cielo se pinta siempre el Camino
de Santiago. Pero Juan, con el vino aligerándole el alma, no ve ya el Campo
Estrellado como la noche en que la peste se le acercara con un tremebundo
aviso de castigo por sus muchos pecados. A tiempo había hecho la promesa
de ir a besar la cadena con que el Apostol Mayor fuese aprisionado en
Jerusalem. Pero ahora, descansado, algo bañado, con piojos de menos y
copas de más, empieza a pensar si aquella fiebre padecida sería cosa de la
peste, y si aquella visión diabólica no sería obra de la fiebre. El gemido de un
anciano con media cara comida por un tumor, que yace a su lado, le recuerda
al punto que los votos son votos, y metiendo la cabeza en el rebozo de la
esclavina, se regocija pensando que llegará con el cuerpo sano, donde otros
otros prosternarán sus llagas y costras, luego de pasarlas, inseguros aún del
divino remiendo, bajo el arco de la Puerta Francina.

El camino de Francia arroja al romero, de pronto, en el alboroto de una feria
que le sale al paso, entrando en Burgos. El ánimo de ir rectamente a la catedral
se le ablanda al sentir el humo de las frutas de sartén, el olor de las carnes en
parrilla, los mondongos con perejil, el ajimójele, que le invita a probar,
dadivosa, una anciana desdentada, cuyo tenducho se arrima a una puerta
monumental, flanqueada por torres macizas. Luego del guiso, hay el vino de los
odres cargados en borricos, más barato que el de las tabernas. Y luego es el
dejarse arrastrar por el remolino de los que miran, yendo del gigante al
volatinero, del que vende aleluyas en pliego suelto, al que muestra, en cuadros
de muchos colores, el suceso tremendo de la mujer preñada del Diablo, que
parió una manada de lechones en Alhucemas. Allí promete uno sacar las
muelas sin dolor, dando un paño encarnado al paciente para que no se le vea
correr la sangre, con ayudante que golpea la tambora con mazo, para que no
se le oigan los gritos; allá se ofrecen jabones de Bolonia, unto para los
sabañones, raíces de buen alivio, sangre de dragón. Y es el estrépito de
siempre, con la fritura de los buñuelos, y el desafinado de las chirimlas, con
algún perro de jubón y gorro, que viene a pedir limosna para el pobre tullido
caminando en las patas traseras, como cristiano. Cansado de verse
zarandeado, Juan el Romero se detiene, ahora, ante unos ciegos parados en
un banco, que terminan de cantar la portentosa historia de la Arpía Americana,
terror del cocodrilo y el león, que tenía su hediondo asiento en anchas
cordilleras e intrincados desiertos:
—Por una cuantiosa suma
La ha comprado un europeo,
Y con ella se vino a Europa;
En Malta desembarcóla,
Desde allí fue al país griego,
Y luego a Constantinopla,
Toda la Tracia siguiendo.
Allí empezó a no querer
Admitir los alimentos,
Tanto que a las pocas semanas
Murió rabiando y rugiendo.
CORO: Este fin tuvo la Arpía
Monstruo de natura horrendo,
Ojalá todos los monstruos
Se murieran en naciendo.
                                     Alejo carpentier (1904-1980)

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